Bolívar y su política sanitaria en Arequipa

Prohibió los entierros en iglesias y monasterios, y dispuso la creación de cementerios; además impulsó la distribución de la vacuna contra la viruela.

José Salvany y Lleopart (1777-1810). Médico español fue parte de la famosa Expedición Filantrópica de la vacuna contra la viruela, llegó a Arequipa en 1806.

Víctor Condori
Historiador

La influencia del pensamiento ilustrado y la política de secularización introducida por los borbones en el siglo XVIII, llevaron progresivamente al cuestionamiento de viejas prácticas culturales y religiosas en el Imperio Español; dentro de ellas estuvo, por ejemplo, el enterramiento de cadáveres al interior de edificios religiosos en distintas ciudades y pueblos.

A fin de limitar dicha actividad, el 3 de abril de 1787, el rey Carlos III promulgó una Real Cédula donde prohibía, las “inhumaciones y entierros en iglesias y monasterios”, a excepción de ciertas personas reconocidas por su virtud y santidad.

¿Dónde enterrarlos ahora? La referida Cédula ordenaba la construcción de cementerios o camposantos, “fuera de las poblaciones en sitios ventilados y distantes de las casas de los vecinos aprovechando como capillas para ellos las ermitas que existan fuera de los pueblos”.

En base a este decreto, a principios del siglo XIX, se construyeron, el cementerio General de Lima (llamado Presbítero Matías Maestro) y antes de esa fecha (entre 1793-1798), el primer cementerio de Arequipa, ubicado en la Pampa de Miraflores. El segundo estaría en el pueblo de Cayma (1815).

La introducción y cumplimiento de esta normativa por parte de las autoridades reales, generó una fuerte resistencia no sólo de los vecinos de las ciudades, sino también, entre los propios representantes de la Iglesia; en la medida que, de un lado, se reducían considerablemente los ingresos regulares, y del otro, su influencia espiritual y social sobre la población. Ahora, si a ello le agregamos la falta de suficientes cementerios, bien podría explicarse por qué su cumplimiento no fue general y hasta bien entrado el siglo XIX.

El cementerio de Arequipa

Concluida la guerra de Independencia, Simón Bolívar junto a una pequeña comitiva, iniciaría un recorrido casi procesional por las provincias del sur del Perú, con el objetivo de sentar las bases del nuevo régimen republicano; justamente, en aquellas regiones que se habían mantenido hasta el fin de la guerra dentro del sistema colonial español. Además de ello, este viaje le permitiría al Libertador, conocer la realidad de todos esos pueblos, sus demandas, los principales problemas y en la medida de lo posible, poder ofrecerles alguna solución.

A principios de abril de 1825, la comitiva oficial partió de la ciudad de Lima con dirección al sur, siguiendo el rastro de un camino de herradura que se desplazaba perpendicular a la costa. A fines de ese mes, llegaron al pueblo de Acarí, ubicado al norte del departamento de Arequipa, donde fueron muy bien recibidos por la población. Sin embargo, grande fue la sorpresa del Libertador, al descubrir que la pequeña iglesia de la localidad era utilizada no sólo para el culto religioso, sino, para el enterramiento de los cadáveres.

Considerando esta práctica, “poco respetuosa y contraria a la salud del pueblo”, Bolívar emitió un decreto supremo prohibiendo tales enterramientos y, de manera particular, envió una orden superior al prefecto del departamento de Arequipa para que “se elija un lugar inspeccionado, y con acuerdo del Juez Civil de él, que sirva de Cementerio o Panteón donde se sepulten todos los cadáveres, sin ninguna excepción”.

Con respecto a la ubicación del sitio señalado para la construcción de aquellos edificios mortuorios, el Libertador dio indicaciones muy precisas: “Que el lugar del panteón o cementerio esté a extramuros de la población y a sotavento de ella, para que los vientos no vengan sobre el pueblo; (y) que las ropas, colchones u otras telas en que se lleva el cadáver sean quemadas”.

Pese a lo severo de la normativa bolivariana, en abril de 1826 el prefecto Gutiérrez de la Fuente recibió un oficio suplicatorio de la priora del monasterio de Santa Rosa de Arequipa, donde le solicitaba una dispensa para que el cadáver de sor Juana del Señor San José y Córdoba, fuese sepultado en el coro de aquella iglesia. Muy a pesar del pedido, la primera autoridad política del departamento se negó rotundamente, aludiendo no poder faltar a la ley, “cuya observancia está mandada por el supremo Consejo de Gobierno”. Curiosamente, ya antes había rechazado una solicitud similar, proveniente del convento de Santa Teresa.

El mencionado decreto, fue el punto de partida para la construcción del Cementerio General de Arequipa (llamado La Apacheta), que empezaría a levantarse con recursos propios de la tesorería departamental a partir del año 1826, bajo la supervisión del prefecto Gutiérrez de la Fuente y la dirección del sacerdote Manuel Fernández de Córdoba, deán y provisor del cabildo diocesano de Arequipa y hombre muy cercano al Libertador.

Durante esos primeros años, la presencia en la región de ciudadanos extranjeros, mayormente británicos, dedicados al comercio de importaciones y de religión protestante era considerable, al punto de que llegaron a contar con un representante consular en la ciudad, el señor Udny Passemore.

Por tal razón y a través de dicho diplomático, solicitarían al gobierno de turno la concesión de un espacio en el nuevo cementerio que estaba aún en construcción. Atendida la solicitud, en diciembre de 1825, el Libertador ordenó a los encargados de la obra que, “se designe a los ingleses un departamento contiguo al panteón y que deberá ser costeado por los mismos, pudiendo hacer en él sus entierros según sus ceremonias”.

El fluido vacuno y la viruela

Pero, las preocupaciones sanitarias del Libertador, no estuvieron relacionadas únicamente con los enterramientos y la construcción de cementerios, sino también con algunas epidemias que durante esos años seguían causando estragos entre la población, como la viruela, la malaria, la hidrofobia y la disentería. La primera de ellas fue considerada por el gobierno, como “un azote violento que destruye una gran parte del género humano”.

En ese sentido, en abril de 1825, en plena marcha por las costas del norte de Arequipa, el Libertador en carta al prefecto de entonces ordenó, “que los virulentos sean puestos fuera de la población y asistidos por personas que hayan pasado ya esta epidemia”. Con respecto a sus enseres personales, indicó que “sus ropas y camas hayan sido perfectamente lavadas y expuestas por mucho tiempo al aire”.

¿Pero y la cura contra esa enfermedad? La vacuna contra la viruela fue descubierta a fines del siglo XVIII por el médico inglés Edward Jenner. A principios del siglo siguiente, el rey de España Carlos IV, organizó una expedición científica a fin de llevarla a las colonias americanas, donde esta enfermedad seguía causando gran mortandad.

Se trataría de la famosa Real Expedición Filantrópica de la vacuna (1803-1806), encabezada por los médicos Francisco Javier de Balmis y José Salvany Lleopart. Este último, lideró su difusión por distintas regiones de América del Sur, llegando a la ciudad de Arequipa en 1806.

Lamentablemente, el inicio de la guerra de Independencia en el Perú, no permitió concluir tan importante misión, hasta la llegada de Bolívar. Al tomar conocimiento de la precaria situación de la población frente a dicha enfermedad, sobre todo entre los indígenas, el Libertador “hizola venir de otras partes y propagar de nuevo en todos los departamentos”. De ese modo, en octubre de 1825 el prefecto del Cusco general Agustín Gamarra, envió a Arequipa el esperado fluido vacuno, siendo entregado al profesor y encargado de su distribución, Mariano Arrambide.

Para su difusión en las distintas provincias, el prefecto Gutiérrez de la Fuente buscó la colaboración de los curas y párrocos, quienes antes de tomar posesión de sus respectivos beneficios debían “acreditar que cada uno lleva consigo el fluido o costras para aprovecharlo en sus respectivas doctrinas”.

En sintonía con esta medida, el obispo de Arequipa, José Sebastián de Goyeneche se comprometió a obligar a todo párroco, “a conducir conmigo a su feligresía el fluido, a manifestar la instrucción que se necesita inoculando y hacer protesta de vigilar con esmero en su conservación y uso”.

Salir de la versión móvil