A nuestro volcán no siempre se le llamó Misti

Rafael Longhi Saravia

Está allí, permanente, intimidante, inmenso y altivo. El volcán tutelar de Arequipa ha sido el testigo, no siempre silencioso, de toda su historia y es el símbolo más entrañable de la identidad local para los nacidos en sus alrededores.

Sin embargo, hay ciertos aspectos de su historia que no son del todo conocidos por quienes hemos nacido junto a él y lo tenemos como parte del paisaje más habitual y como parte de nuestra cotidianidad.

Su nombre

El protohistoriador Ventura Trabada y Córdoba, en su obra “Suelo de Arequipa convertido en cielo” (1750), nos sorprende con una afirmación que hoy llama mucho la atención: confiesa no conocerle a este volcán un nombre específico, por lo que decide, un tanto antojadizamente, referirse a él en su discurso como el Vesubio Andino o el Innominado.

Ventura Trabada reconoce también que algunos acostumbraban llamarlo San Francisco, pero que esto no responde a una costumbre muy generalizada. Aparentemente, el nombre Misti le sería adjudicado posiblemente en la postrimería de la época virreinal y los albores del siglo XIX, y su significado se relaciona cercanamente con el calificativo con que comúnmente se designa a los criollos y los mestizos —fundamentalmente terratenientes— que se afianzaron con el nuevo orden social adoptado después de la llegada de los europeos al territorio andino.

El nombre probable que ostentó en los años previos a la presencia hispana fue el de Machuputina —o Viejo Volcán en lengua runasimi— en lógica contraposición a su complementario Huaynaputina —o Joven Volcán—, nombre que sí se mantiene hasta la actualidad.

Evidentemente este nombre quedó en el olvido, tal vez debido a la paulatina disminución de la población nativa durante los años posteriores a la presencia de españoles en la región.

Última erupción

La crónica virreinal escrita por Martín de Murúa da noticia, probablemente siguiendo al Inca Garcilaso, de una erupción tal que prácticamente acabó con la población de nativos yarabayas, asentada en sus proximidades.

Más allá de una posible exageración del cronista, todo parece indicar que aquel fue el último (y también único) evento volcánico que sacudió a Arequipa. Aconteció alrededor de 1450, en plena expansión de los incas hacia lo que se denominaría el Kuntisuyu, acaso durante el gobierno del renombrado inca Pachacuti.

Después de ello, salvo alguno que otro amago y las ya acostumbradas fumarolas que eventualmente emanan de su cráter, no se ha registrado ninguna actividad que haya podido perturbar la tranquilidad de los pobladores de esta ciudad.

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