Cultura enlatada: Ojos grandes

Christoph Waltz y Amy Adams dan vida a los personajes principales de la cinta.

César Belan

Y el Nobel de Literatura 2016 va para… Bob Dylan. No hay sorpresa: la apergaminada Academia Sueca (tan afecta al frac y a monarquías que solo sirven para mantener a flote revistas de farándula) ahora danza al son de la cultura de masas; no resultaría extraño que las próximas premiaciones sean producidas, sazonadas y televisadas por MTV.

Y es que en tiempos de Facebook, Twitter, opiniones a granel y ninguna verdad, es mejor ponerse a buen resguardo y canonizar al gusto popular. Asistimos a la crónica de una muerte anunciada: el arte que fuera enlatado por Andy Warhol y lobotomizado por Rothko y Pollack ahora se ha diluido en grafiti callejero que convive con imprecaciones obscenas, lemas de barra brava, carteles de conciertos chicha y meadas de perro. Todo es arte: la Biblia y el calefón.

Profetas

La catástrofe ya venía siendo vislumbrada por los artistas más dotados del pasado siglo. Aquellos quienes ebrios de poesía cantaban como cisnes frente al cenit de una civilización occidental que había denostado las catedrales góticas para detenerse a admirar —extasiada— mingitorios y bicicletas como pináculos de la belleza.

Ezra Pound, uno de estos profetas cuyo rostro desencajado lo asemejaba a un Jeremías chiflado —y quien, por cierto, no ganó ningún premio Nobel— lanzó sus lúgubres admoniciones en su “Canto XLV”. En él advierte cómo la usura —tal podría ser el título de este canto— ha malogrado y prostituido la sublime labor artística: With usura / no picture is made to endure nor to live with / but it is made to sell and sell quickly.

Una parada

En esta breve genealogía de la pauperización estética en tiempos recientes (que más corresponde al género del horror), vale la pena hacer una parada. Se trata de la historia de Walter Keane que bien podría resumir la miseria del arte actual.

En los Estados Unidos de la década del cincuenta se popularizó un artista muy particular: Keane, quien alcanzó inusitada fama pintando niños tristes de ojos grandes; aquellos que en nuestro país sirven para decorar consultorios de pediatras de provincia o heladerías de barrio.

No hace falta decir que estas pinturas, más allá de fungir de postales tiernas, constituyen todo un monumento al mal gusto, o por lo menos resultan un espantajo anodino. Sin embargo, fueron muy acogidos por el público norteamericano luego de que Walter Keane desarrollara una agresiva campaña mediática (una de las primeras de su género), que incluyeron lobbies nada menos que con las Naciones Unidas.

La mediatización fue tal que Keane —antes un vendedor de seguros— inició la ‘popularización’ del arte vendiendo reproducciones y pósteres de sus cuadros, cuando la demanda de estos superaba la oferta.

Años después se sabría que su esposa Margaret sería la verdadera autora de dichos adefesios, ganándole una suma millonaria por derechos de autor luego de su divorcio. Sin embargo, hasta ahora existe la duda no sobre la autoría, sino sobre el crédito atribuible al éxito de los ‘ojos grandes’: ¿el verdadero valor del arte Keane radicaría en las estrategias de venta del antiguo bróker, o residiría en las propias pinturas de la mujer? Quienquiera que vea las obras conocerá la respuesta; aunque no faltará el hipster que citará a Warhol, quien se proclamó admirador de los niños de ojos grandes.

Burton

En el 2014 aquel factótum del cine de masas llamado Tim Burton hizo suya la historia de los Keane produciendo de una historia ramplona y cursi un blockbuster con ínfulas de obra maestra; y echó el anzuelo a los niños de ojos grandes de quienes se había confesado empedernido fanático y coleccionista.

De resultas de esta sociedad de artistas podemos apreciar Big Eyes, protagonizada por el magnífico Christoph Waltz y la desabrida Amy Adams. De más está decir que el nervio del filme recae únicamente en sus protagonistas; aunque el tratamiento cinematográfico es impecable, lo que genera una cinta ágil y atractiva que vale la pena ver.

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