¿Qué es lo que exactamente celebramos?

Por: Rafael Longhi Saravia

Corrían los primeros días de agosto del año 1540 y ciertamente, aquella fatigada caravana de nativos y españoles, hombres y mujeres que porfiando su paso por la polvorienta senda arribaban al valle del Chili, no venía a fundar una nueva villa, pues simplemente estaban trasladando aquella que ocho meses antes fundaron en Camaná y cuyas primigenias moradas habían dejado atrás, en aquel rincón del valle llamado Huacapuy, el mismo que el tiempo se encargaría de cubrir con su manto de olvido.

Tal vez fuera por lo insalubre que les resultaba el clima cálido y húmedo del delta costeño, propicio para contraer el “mal aire” debido a la inhalación de aire fétido y viciado que emanaba de las aguas estancadas —enfermedad conocida posteriormente como malaria—; o tal vez por el soterrado interés de tentar la posibilidad de poseer nuevas tierras en la ya bien reputada campiña arequipeña, cuyas favorables referencias habrían provenido posiblemente de aquellos españoles que la venían habitando desde hacía tres años atrás, en que llegaron los sobrevivientes de aquella primera fallida expedición que procuró la conquista de Chile, con el Adelantado Diego de Almagro a la cabeza.

Patrocinio mariano

Lo cierto es que, a diferencia de los que llegaron primero desde el sur, estos otros españoles venían con la consigna de realizar una fundación, o más bien diríamos una re-fundación de aquella su Villa Hermosa de Huacapuy, que aquí, naturalmente, trocaría su nombre nativo por el de Arequipa, y que quedaría además consagrada bajo el patronato, en atención a su fecha de fundación, a Nuestra Señora de la Asunción, al igual que lo fuera en otro momento, pero por la misma razón, la capital de Paraguay, que hasta hoy le conocemos con el nombre de aquella advocación mariana.

Lo de la Virgen de Chapi y su paulatino ascenso en el arraigo y la devoción populares vendría después, al punto de convertirla también en una legítima patrona y protectora de la ciudad.

La fundación

En el lugar designado para la plaza mayor fue donde se desarrolló la ceremonia de fundación presidida por Garcí Manuel de Carvajal en representación del Gobernador Francisco Pizarro, dejando constancia del hecho en el acta respectiva el escribano Alonso de Luque.

En el mismo acto, guardando las rigurosas solemnidades tan propias de la época, se procedió a plantar en el mismo sitio el rollo y la picota, símbolos de la autoridad terrenal, en el que desde entonces en adelante tendrían lugar los actos inherentes al orden temporal como el anuncio de edictos o cédulas reales así como las acciones punitivas, y una cruz en el solar consagrado a la edificación de la Iglesia Mayor , la que posteriormente alcanzaría recién la jerarquía de Catedral cuando la ciudad fue declarada Sede de Obispado.

Nada quedaba al azahar, todo un corpus juris lo constituían las numerosas normas que, ya sean emanadas de la autoridad del Gobernador Pizarro o del propio Rey, regulaban detalladamente, la forma en que debían hacerse los actos fundacionales, las distribución y organización de las futuras poblaciones así como los criterios a observar para la elección de los respectivos emplazamientos.

Las calles fueron geométricamente trazadas a cordel con tan rigurosa exactitud que hasta hoy podemos percibir su regularidad al observar desde lo alto aquel entramado de vías que dibujan ese damero de perfecta simetría que representa el llamado Centro Histórico.

Los primeros años

Aquellos primeros años de la ciudad, no es difícil imaginarlo, fueron seguramente difíciles. Todo estaba por hacerse y hasta el simple y elemental hecho de dotar de agua a viviendas representaba un reto mayúsculo.

El Cabildo se reunía en las casas de los alcaldes pues no había un local para su funcionamiento, lo que ocasionó numerosos inconvenientes como la perdida de valiosos documentos incluido todo el primer libro de actas incluida la de fundación, que fue providencialmente hallada mucho tiempo después, extrapolada en un libro de actas posterior.

La liturgia de la Misa se desarrolló por algún tiempo sobre el terroso suelo y sin más amparo para proteger a la sacrificada feligresía del azote que les infligían los fieros rayos de sol que una rústica ramada.

El paso de una banda a la otra se complicó tremendamente cuando el río, en una de sus habituales crecidas estivales terminó por arrasar el precario puente de fibra vegetal a la usanza inca que pendía colgante en algún emplazamiento ribereño de lo que hoy llamamos la quebrada de Chilina; y lo seguiría haciendo reiteradamente en los años sucesivos con lo avanzado de los pilares de aquel otro puente cuya construcción se inició en los años aurorales de la ciudad.

De villa a ciudad

Como podemos apreciar, nada fue fácil, menos aun para aquellos que fueron sus primeros habitantes, pero todo esfuerzo tuvo su temprana recompensa, pues tan sólo un años después de fundada la villa, ésta fue elevada a la categoría de ciudad, por merced del Rey Carlos V, quién además le otorgó el escudo de armas que hasta hoy ostenta, con la representación de su yelmo incluida.

Este ascenso de simple villa a la prestigiosa categoría de ciudad debe haber representado para sus primeros vecinos un hecho de mucha importancia y singular trascendencia, pues definitivamente no es lo mismo el ser tratado de “villano” que serlo de “ciudadano”.

Es por todo ello que en estos días, al aprestarnos a conmemorar otro aniversario más de la ciudad, debemos recordar qué es lo que exactamente celebramos y no perder de vista, entre el barullo de tránsito, los concentraciones multitudina-rias, los concursos de belleza y en fin, la juerga generalizada matizada por esa inusitada pero efímera fiebre regionalista, que todo esto tuvo un génesis, difícil como todo comienzo, al que le siguió todo un proceso: “cuatro siglos que forjaron la historia”, como dice la estrofa del himno, que determinan lo que hoy somos y lo que seguramente seguiremos siendo, como parte de esta realidad tan compleja realidad llamada Arequipa.

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