Navidad en la vieja Arequipa

César Félix Sánchez Martínez

En medio del desorden de los próximos días, conviene que nos remontemos a la manera cómo se celebraba Navidad en la vieja Arequipa. Muchos de los que alcanzaron a vivirla parece que se encuentran como alelados y presas del olvido, en medio del frenesí consumista y del colapso inminente del tráfico. Pero yo me he dado tiempo para conversar con los viejos de mi linaje, tanto los vivos como los muertos, y a ellos les debo estas líneas que ofrezco como humilde regalo pascual.

La preparación

El principal elemento de las navidades de antaño era la oración. Aunque ya para la primera mitad del siglo XX había caído en desuso en nuestro ámbito, la Novena del Aguinaldo marcaba el tono de los días previos al nacimiento de Nuestro Señor. Era rezada por las familias o en las parroquias y comunidades religiosas.

Recordemos también, entre las viejas celebraciones de la liturgia pública, una fiesta de origen mozárabe: la Expectación del Parto de Nuestra Señora o Nuestra Señora de la O, celebrada el 18 de diciembre: advocación solicitadísima para los trances difíciles del parto y de ese parto perpetuo que es la conservación de la esperanza in hac lacrimarum valle. Curiosamente, el día anterior, en el oficio divino, comenzaba el rezo de las famosas Siete Antífonas Mayores o Antífonas de la O: aclamaciones expectantes referidas a los atributos de Aquel que vendrá dentro de siete días.

Para los fieles, lo más saltante era la entrada al tiempo más penitencial del Adviento, las llamadas Témporas: tres días de ayuno y abstinencia, justo a una semana de la Navidad. Con sabiduría la Iglesia nos preparaba para los banquetes próximos a través de la penitencia saludable. Ahora, en cambio, muchas vesículas e hígados piden clemencia en estos días.

Días previos

El nacimiento se solía armar en días cercanos a las fiestas, por ser un sacramental bendito que requería veneración especial. El Niño permanecía velado, escondido o volteado en señal de su expectación.

Armar el nacimiento era una pequeña y fascinante clase de historia sagrada impartida por los abuelos y los padres a los hijos. En los niños, esta sagrada expectación se unía a la contemplación de los signos que anunciaban la liberación inminente: ¡Nubes y nublados!, ¡el colegio ya se acaba! Entre los transeúntes, el gesto era casi siempre afable por la alegría del asueto; incluso las lluvias brindaban cierto descanso en la labranza.

La Noche Buena

Llegaba el 24 de diciembre, la Vigilia de Navidad, día también de ayuno y abstinencia que solo eran rotos a la medianoche, después de la Misa de Gallo. Hace sesenta años, el pavo apenas se abría paso; la cena tradicional involucraba cordero o lechón horneados y en las ensaladas, como me cuenta mi madre, reinaban las hierbas silvestres del valle: la liccha y el berro.

Los niños pequeños, no obligados por el ayuno, podían dormir sin apremio: al día siguiente, encontrarían sus zapatos o calcetines con pequeños regalos simbólicos dejados por el Niño Jesús que acababa de nacer. Mientras tanto, apenas tocaba las doce, los adultos y los hijos mayores procedían a desvelar la imagen de Jesús recién nacido y a cantar y rezar. Era la Primera Adoración. Luego empezaba la comilona.

La fiesta

Y durante los doce días de Navidad, hasta la Fiesta de Reyes, el Niño Dios del Santo Pesebre, como imagen sagrada expuesta, requería ser adorado todos los días. Los niños del barrio formaban grupos de ‘adoradores’ que, incluso, como cuenta mi padre, partícipe de aquellas hazañas, podían ‘agarrarse’ en descomunales pedreas cuando algún extraño atravesaba los confines del barrio.

Entre los múltiples villancicos del acervo del sur peruano viene a mi memoria A la huachi huachi torito, singular homenaje a uno de los grandes personajes de la Natividad, nunca olvidado por los niños: el torito del Portal de Belén, en cuyo pesebre nació Dios. Y así, en estas fechas, la oración culminaba con el canto y con un despliegue muy rico de la cultura tradicional popular indo-hispánica, que era lo mejor que podíamos ofrecerle a Dios y a los prójimos, pues eran, en cierto sentido, nosotros mismos.


Las Rondas pascuales de Percy Gibson 

Entre la obra de Percy Gibson Möller (1885-1960), destacan las once Rondas Pascuales: pequeñas joyas que describen la Navidad arequipeña de finales del siglo XIX. Compartimos las últimas dos Rondas correspondientes a la Misa de Gallo. En una, se da cuenta de la imaginería ingenua y barroca del Pesebre de la Parroquia y del sugerente esplendor nocturno de la liturgia. La otra acaba con un terceto que nos remite al fin de esa fascinación, representado por la estrella que se apaga, símbolo del inevitable envejecimiento del alma del Hablante Lírico y su paso al mundo de la madurez.

X

Parroquia plena
con los cantares
de Nochebuena…

Sacros altares,
madre agarena,
rubios pajares,
blanca azucena,
verdes pinares…
Cielo de seda,
nubes y aurora
de gasa y laca.

Reyes de greda,
asno que adora
pintada vaca…

XI

Clave sonoro,
rancios marfiles
de los atriles
del arte moro…
Celeste coro
con infantiles
voces, perfiles
con rizos de oro,

Sacra Familia
que vi en la fiebre
de una vigilia…

Un lego apaga
sobre el pesebre
la Estrella Maga.

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