Carlos Timaná Kure
Director del Centro de Gobierno de la Universidad Católica San Pablo
La última semana ha sido una verdadera montaña rusa en el escenario internacional. Todo comenzó con la tensa conferencia de prensa en el Salón Oval entre Volodímir Zelenski, Donald Trump y el vicepresidente J.D. Vance.
Ucrania, urgida de apoyo militar, parecía haber alcanzado un acuerdo con EE.UU. para utilizar sus tierras raras como parte de pago de la millonaria ayuda recibida. Sin embargo, tras el revuelo mediático –aprovechado por los demócratas–, Trump optó por congelar el apoyo, dejando a Zelenski en la incómoda posición de pedir que se retomen las negociaciones.
Fiel a su estilo y a sus promesas de campaña, Trump cumplió su amenaza de imponer un arancel del 25 % a los productos de México y Canadá a partir del 1 de marzo. La reacción fue inmediata: los mercados globales entraron en pánico ante la posibilidad de una guerra arancelaria que recordaba el proteccionismo de la década de 1930, cuando EE.UU. intentó paliar los efectos de la Gran Depresión con barreras comerciales, hundiendo aún más la economía global.
Sin embargo, el último jueves, Trump tuvo que retroceder parcialmente con México, presionado por las grandes automotrices estadounidenses que dependen de la producción y autopartes mexicanas para mantenerse competitivas frente a la feroz competencia china.
El talón de Aquiles de Trump es, paradójicamente, su propia personalidad. Su estrategia de reindustrialización, basada en el proteccionismo, requiere tiempo, un recurso del que no dispone. Y lo más peligroso, la promesa de controlar la inflación, factor decisivo para su elección, no se lograría porque el proteccionismo lo que hace es encarecer los precios.
Si sus votantes sienten el golpe en el bolsillo, el gran artífice de “América primero” podría terminar en el último lugar.
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