Jorge Martínez
Filósofo – Docente del Dpto. de Humanidades UCSP
Vaya uno a saber si llegaremos un buen día a alguna conclusión respecto del dióxido de cloro, pero ahora quisiera referirme a algo que esta polémica acerca de su eficacia antiviral ha puesto de manifiesto: la inconcebible defección de la política.
Es bien sabido que una de las críticas más recurrentes frente a la aparente ineficacia de las políticas sanitarias, es la supuesta rebeldía de los gobiernos a prestar oídos a la opinión de los “expertos”. Por cierto, vivimos en un mundo que tiene una idea muy especial acerca de la ciencia, y no es necesario ser un gran sabio para darse cuenta de que ella tiene un prestigio exorbitante. Los no científicos le tributan un culto que no parece incomodar en exceso a los científicos.
Esta forma de saber descubierta por la cultura griega clásica está bastante lejos de ser lo que los filósofos antiguos imaginaron, y se ha acercado mucho a ese otro tipo de conocimiento maltratado por Platón: la opinión. Opinión calificada, ciertamente, pero opinión al fin. No al nivel de las opiniones de algún actor, modelo o futbolista, pero opinión finalmente. Nada más alejado del ideal del conocimiento absoluto que la ciencia contemporánea, ya descrita por Popper como un saber “falsable”.
Esta descripción de la ciencia, que en nada invalida su estatuto como un tipo de conocimiento riguroso y que, por lo menos en la intención, aspira a la verdad, presenta un notable desajuste con su imagen pública hipertrofiada. Estamos frente un cuadro de situación un tanto paradójico: por una parte, tenemos una ciencia que sólo está en condiciones de garantizar su esfuerzo en la búsqueda de la verdad, pero sin ninguna o muy poca seguridad respecto de los resultados, que suelen ser mucho más austeros que las expectativas. Y por otra parte, la vemos entronizada en un nuevo panteón secular como objeto de culto de la devoción pública y mediática. Sus turiferarios trabajan sin descanso para que ese fervor religioso no decaiga, y justamente entre ellos se encuentran los políticos.
Sin embargo, la devastadora comprobación es que, aun haciendo caso a tal opinión calificada, los resultados están muy lejos de lo esperado. En realidad, la acusación de sordera política frente a la idoneidad de los científicos no es justa. Diría que sucede más bien lo contrario: se atiende excesivamente aquella opinión. El problema es que los mismos “expertos” no se ponen de acuerdo entre sí. Uno de los ejemplos más claros es el de las opiniones relativas a la eficacia de las cuarentenas. Los mismos argumentos científicos que algunos emplean para defenderlas, otros los invierten para negar su utilidad. Un ministro cambia, en medio de la pandemia, su modo de contar los casos. ¿Por qué? Por consejo de los “expertos”. Otro ministro decide que las cuarentenas focalizadas son lo mejor. ¿Por qué? Por recomendación de los “expertos”. El último grito de la moda en materia de pandemia, al menos en nuestro contexto, es precisamente el dióxido de cloro, aunque todavía las autoridades no deciden a cuál de los “expertos” hacer caso.
Sin embargo, esta tácita “expertocracia” nos oculta el hecho de que tales “expertos” generalmente no tienen la menor idea acerca de qué hacer. Es posible que conozcan la composición molecular de un virus, o las técnicas de intubación, pero esto no garantiza que estén en condiciones de prescribir lo que debe hacerse en materia de políticas de salud. No han demostrado su carácter de “expertos” en eso.
Lo que quiero señalar es entonces una cierta y premeditada transferencia de una responsabilidad que compete a la política, en favor de la ciencia y los “expertos”. En el caso que nos afecta, un puñado de moléculas bien organizadas, pero literalmente carentes de sistema neuronal, fue suficiente para poner de manifiesto una parecida carencia en quienes han vivido demasiado tiempo adulando a sus votantes. Esta situación incluso ha generado una pequeña rabieta matrimonial: ahora, según los políticos, la pandemia perdura debido a la irresponsabilidad de la población.
Ahora bien, esta aparente buena intención de la política al acudir a la ciencia, oculta el hecho de que estamos frente a una renuncia vergonzosa de la responsabilidad que le cabe frente a la toma de decisiones que, bien miradas, no son tan complejas ni generadoras de vacilaciones. Claro, no lo son si los responsables desviasen por un segundo sus miradas de la otra “cracia”, la de las encuestas, y pensaran solamente en un curso de acción guiado por algún tipo de virtud. ¿Y qué virtud? A eso voy.
Los autores clásicos antiguos han enfatizado dos virtudes a las cuales el hombre con vocación política debía priorizar: la prudencia y la valentía. La historia de las palabras suele mostrar ciertos deslizamientos semánticos que incluso ponen a dichas palabras en los antípodas de sus significados originales. El término “prudencia”, por ejemplo, que hoy asociamos con una especie de cautela y de inacción, describía en sus orígenes precisamente lo contrario: prudente era Pericles, que no dudó en arriesgar su vida en la expedición contra los persas, o Escipión el Africano en su guerra valerosa contra Aníbal. Pericles y Escipión son modelos de esa prudencia a la que me refiero: un saber qué hacer aquí y ahora, y jugársela con valentía. Ellos se hicieron responsables por las propias decisiones y no endosaron a otro el peso de sus determinaciones. Es “prudente” la decisión de un Sócrates que acepta morir injustamente en prisión en vez de ceder a la invitación de sus amigos para escapar. En este asunto de Sócrates, siempre me ha parecido que su decisión tiene más de prudencial que de épica, pero claro, siempre que se entienda bien esto de la prudencia. Es, en suma, una prudencia llena de valentía.
Así entonces, este virus y su ejército de “expertos”, han venido a poner en evidencia cuán miserable puede ser la política contemporánea y cuánto de pacto con el diablo puede tener, como ya sospechaba Max Weber en su célebre conferencia “La política como profesión”, de 1919.