Sacerdocio y paternidad

Monseñor Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa

Hace pocos días se ha hecho público que un sacerdote de nuestra Arquidiócesis es padre de dos hijos: un varón de 20 años y una mujer de 19, ambos concebidos por la misma mamá. La noticia ha causado un profundo dolor a los fieles de la parroquia en la que nuestro sacerdote era párroco desde el año 2008, así como a todo el Presbiterio de nuestra Arquidiócesis. A mí, además del dolor por tener que suspenderlo como sacerdote, me ocasiona un enorme sufrimiento pensar en su situación, la de sus hijos y la de la mamá.

Los hechos se dieron a los pocos años de la ordenación sacerdotal del padre de estos jóvenes. Él había sido ordenado sacerdote por el arzobispo de aquella época, a finales del año 1992. Su primer hijo fue concebido a mediados de 1995, es decir antes de que el sacerdote cumpliera tres años en el ejercicio del ministerio; y la hija, poco después, en el año 1996. Esto significa que, de los 24 años de su vida sacerdotal, nuestro sacerdote ha vivido más de 20 años siendo padre de familia en secreto.

Pienso que debe de ser terrible vivir ocultando algo tan importante como es la paternidad, y sin asumirla por completo. ¡Cuánto debe haber sufrido este sacerdote predicando los valores de la familia, aconsejando a los padres que estén cerca de sus hijos y sean fieles a sus esposas, mientras él vivía otra cosa! Y los hijos, ¡cuánto sufrimiento vivir sin papá en casa, sin tenerlo con ellos cuando de niños celebraban el Día del Padre en el colegio, sin poder salir de excursión con él ni contar con su presencia en los años no fáciles de la adolescencia!

Y, no por último, pienso en esa joven madre que durante estas dos décadas se ha hecho cargo de sus hijos y, en cierto modo, ha cargado también con los pecados del sacerdote. Ella no lo denunció ante las autoridades eclesiásticas ni del Estado. No lo puso al descubierto. Habrá sufrido, pienso, callada. Pido a Dios por cada uno de ellos; para que el dolor de la noticia sea el punto de partida para que nuestro sacerdote se reconcilie con su historia y asuma plenamente su paternidad y las responsabilidades que de ella derivan.

Pido a Dios que el sufrimiento que la noticia ha ocasionado sea para bien del sacerdote, sus hijos y la joven madre, y para que los que hemos sido llamados por Dios al sacerdocio seamos siempre conscientes de que cualquier falta al celibato no solo es una infidelidad a Dios y a la Iglesia, sino que genera graves consecuencias sobre personas inocentes.

Nadie está obligado a ser sacerdote; pero cuando, después de largos años de formación, pide ser ordenado como tal, sabe que está llamado a acoger el celibato, que no es una imposición sino un don de Dios que nos configura más perfectamente a Jesucristo, que cuida a su pueblo con esmero y amor.

El ministerio del sacerdote lleva consigo la paternidad espiritual, que es fuente de gozo para quienes la vivimos desde la intimidad con el Señor y en la entrega plena y desinteresada al servicio de los demás. Gracias a Dios, así suelen vivir nuestros sacerdotes, salvo penosas excepciones que no nos deben llevar a denigrar el sacerdocio ni el celibato, sino a rezar para que Dios nos dé cada vez más sacerdotes santos que nos guíen hacia la vida eterna. Y si alguno sabe que un sacerdote se está desviando de su camino, debe informármelo inmediatamente, por el bien del propio sacerdote, las posibles víctimas y la misma Iglesia.

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