Raíces en el éter (cuento)

Recreación de los personajes de este cuento con ChatGPT

Por: Dario Chasnamote Maquera
Estudiante de Psicología de la Universidad Católica San Pablo

La primera vez que Mateo conectó su mente al Archivo Nacional de Memoria Colectiva sintió vértigo. A sus diecisiete años, era uno de los pocos adolescentes con acceso temprano al sistema que revolucionaría la forma en que los peruanos se conectaban con su pasado.

—Recuerda, tienes veinte minutos —advirtió la Dra. Rojas ajustando el casco neural—. Es un privilegio que estés aquí. Tu abuela insistió mucho”.

Mateo asintió, nervioso. En 2075, la tecnología de inmersión memorial apenas comenzaba su fase de pruebas con jóvenes. Cerró los ojos mientras el sistema calibraba la transmisión neuronal.

Un destello. Luego, oscuridad completa.

De pronto, estaba allí. No como observador sino como protagonista. Era 1986 y se encontraba en un centro poblado de Puno. Podía sentir el frío cortante de la madrugada andina, oler el humo de la bosta en las cocinas y escuchar las conversaciones quechuas que, sorprendentemente, entendía.

—¿Cómo puedo entender quechua?— pensó, confundido.

—Es la memoria lingüística colectiva —respondió una voz en su mente—. Estás experimentando fragmentos de miles de memorias donadas al archivo. Aquí todos somos uno.

Mateo caminaba por calles de tierra mientras la experiencia se intensificaba. De repente, estaba en medio de una celebración tradicional. Veía los rostros curtidos por el sol, manos agrietadas por el trabajo, sonrisas genuinas. Sentía la música en su pecho, no solo la escuchaba.

Un salto temporal. Ahora estaba en Lima, en 1992, durante la peor crisis económica. Experimentó el miedo, la incertidumbre, pero también la inquebrantable solidaridad entre vecinos que compartían lo poco que tenían.

Otro salto. Cusco, 2010. Una protesta medioambiental donde jóvenes y ancianos defendían juntos las tierras sagradas contra la minería ilegal. Sentía la indignación, el coraje, el profundo amor por la tierra.

Los fragmentos se sucedían: innovadores creando tecnología con recursos limitados, artistas fusionando tradiciones milenarias con expresiones contemporáneas, comunidades enteras reconstruyéndose tras desastres naturales.

Cuando la sesión terminó, Mateo volvió a la sala de inmersión con lágrimas en los ojos.

—¿Estás bien? —preguntó la doctora, preocupada.

—Es… demasiado intenso —respondió Mateo con voz quebrada—. Sentí todo. Su dolor, su lucha, pero sobre todo su esperanza.

En los días siguientes, Mateo no podía dejar de pensar en lo experimentado. Desde su habitación contemplaba la megaciudad de Lima a través de su ventana: estructuras flotantes, jardines verticales purificando el aire, drones de reparto surcando el cielo. Todo tan diferente y a la vez tan conectado con aquellas memorias.

Una semana después, mientras su abuela tejía —un arte casi olvidado—, Mateo se sentó junto a ella.

—Abuela, ¿por qué insististe tanto en que participara en el programa?

Su abuela sonrió sin dejar de tejer. Sus dedos, asistidos por sutiles implantes médicos, se movían con precisión entre los hilos de colores.

—Porque temía que tu generación solo mire hacia adelante —respondió—. El futuro es deslumbrante, pero sin raíces es solo un espejismo. Tus bisabuelos lucharon para que hoy tengamos agua limpia y aire respirable. Tus abuelos desarrollamos las primeras tecnologías de reutilización que salvaron nuestras costas. Esa fortaleza está en tu ADN, aunque no lo sepas.

Mateo contempló el tejido que formaba su abuela: antiguas figuras geométricas de origen inca que, bajo una luz específica, revelaban patrones de circuitos cuánticos. Tradición y futuro entrelazados en perfecta armonía.

—¿Sabes qué aprendí? —dijo finalmente—. Que nuestra mayor tecnología nunca fue digital, sino humana: la capacidad de caer y levantarnos, de adaptarnos sin perder nuestra esencia.

Su abuela asintió, complacida, mientras le entregaba un pequeño dispositivo.

—Por eso he decidido donar mis memorias al archivo —explicó—. Para que cuando yo no esté, tú y los que vengan después puedan sentir cómo era tejer bajo la luz del atardecer en Chinchero, escuchar las historias de mi padre, o la primera vez que vi el mar.

Mateo sostuvo el dispositivo con reverencia, entendiendo finalmente que el futuro no era una ruptura con el pasado, sino su evolución natural. Las raíces, lejos de anclar, eran las que permitían crecer cada vez más alto.

Afuera, el sol se ponía sobre la transformada Lima, mientras dentro de aquella habitación, pasado y futuro se fundían en un abrazo entre nieto y abuela, tejiendo juntos el eterno presente de una nación que siempre supo renacer.

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