Carlos Timaná Kure
Director del Centro de Gobierno de la Universidad Católica San Pablo
Sin lugar a dudas, el nombre de Víctor Polay Campos está unido a uno de los periodos más dolorosos y sangrientos de la historia del Perú. Su actuación dejó una estela de sangre en la década de 1980 y principios de 1990.
La admisión de una demanda a favor de quien fuera el principal cabecilla del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), alegando falta de legalidad y garantías judiciales en su juicio, politiza más la situación de este organismo ante la opinión pública nacional, en la que ya era cuestionada debido al informe realizado por las muertes registradas durante las protestas de diciembre y enero pasados. Estos hechos terminan echándole gasolina al debate de si el país debe seguir o no bajo su jurisdicción.
Sobre Polay recae una sentencia de 35 años de prisión, que se cumple en 3 años, es decir, termina en 2026, ¿qué necesidad tiene la CIDH de entrar en estos momentos, cuando falta tan poco para que concluya? Además, por la revisión de un comité de DD. HH. ya le habían sido revocadas la sentencia a cadena perpetua y la sentencia de traición a la patria en 2001, está purgando una condena tras un proceso que gozó de todas las garantías en 2006, un lustro después de la salida de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos.
Que Víctor Polay clame por justicia para él, pero que no la haya ofrecido a sus víctimas, muestra por lo menos una gran indolencia por el daño que causó a tantas familias. Aún estremecen sus declaraciones de 1992, cuando fue capturado y presentado a la prensa; en ese entonces los periodistas lo abordaron y sentenció: “No me arrepiento de nada”. Parece que nada ha cambiado.
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