Carlos Timaná Kure
Director del Centro de Gobierno de la Universidad Católica San Pablo
La presidenta Dina Boluarte ha dejado claro que no quiere pasar a la historia como la mandataria que cerró Petroperú. El costo de esa decisión, sin embargo, no lo asumirá su gestión, sino el próximo gobierno en 2027, cuando la presión sobre el presupuesto nacional alcance un nuevo nivel. La “papa caliente” ya está servida.
Hoy, la petrolera estatal se encuentra en una situación crítica. A julio de este año, sus pérdidas sumaban casi 300 millones de dólares, más de la mitad de su capital social. Según la Ley General de Sociedades, esta situación obligaba a convocar a su junta de accionistas, representada por los ministerios de Economía y Finanzas (MEF) y de Energía y Minas. La salida encontrada ha sido emitir bonos por 287 millones de dólares. En términos simples: darle oxígeno a una empresa que ya respira con dificultad.
Disolver Petroperú aún no es una obligación legal, pero el escenario se acerca peligrosamente. La ley establece que la disolución ocurre cuando el patrimonio neto cae por debajo de un tercio del capital pagado. Ese umbral todavía está distante, pero ya no parece tan improbable, sobre todo cuando el salvataje se limita a transferencias del MEF sin exigir cambios de fondo.
Lo llamativo es que ninguna de las medidas típicas de rescate —venta de activos, apertura a capital privado o reducción de personal— ha sido incorporada. Se opta, en cambio, por ganar tiempo; mientras tanto, la factura sigue creciendo.
El dilema es claro: sostener a Petroperú significa arriesgar la estabilidad de las finanzas públicas. No se trata solo de mantener la operatividad de una empresa, sino de asumir un costo que compromete la sostenibilidad económica del país. El verdadero debate no es si Petroperú debe sobrevivir, sino cómo y a qué precio para todos los peruanos.
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