Mario Vargas Llosa y la eutanasia

Jorge Martínez
Académico del Departamento de Humanidades
UCSP

En una columna publicada simultáneamente en México y en España el pasado 3 de enero, Mario Vargas Llosa se refiere a la reciente aprobación de la eutanasia en España. El título provocativo (“El derecho a morir”) anuncia el tono general del escrito, redactado con ese estilo suyo inconfundible y que hace de la lectura algo muy grato. Pero claro, decir muy grato no es lo mismo que decir convincente. En ese sentido, los argumentos en favor de la eutanasia no están exentos de ciertos puntos discutibles y uno que otro sofisma.

Uno de estos sofismas es el que abre su columna cuando nos informa que los principales detractores de la eutanasia están reclutados en los círculos religiosos, principalmente católicos. No tengo los datos de los que parece disponer Vargas Llosa, pero resulta un poco pueril suponer que los católicos se oponen a la eutanasia por razones eminentemente religiosas. En realidad, los católicos que intervienen en los debates serios sobre el asunto no son tan iletrados como él sugiere, y no caen en eso que Juan Pablo II lama el “fideísmo” en Fides et ratio. Realmente, para entrar a la Iglesia basta con descubrirse la cabeza; no es necesario dejar el cerebro en el atrio.

Una segunda falacia es, según sus palabras, que “el derecho a morir, inseparable del derecho a vivir que defendemos los liberales, al fin reconocido en España, es una señal de progreso y civilización”. Se trata de un argumento un tanto extraño, ya que esto implicaría la coexistencia de derecho a cosas radicalmente opuestas, las cuales se encontrarían, de acuerdo con su opinión, inseparablemente unidas. Por ejemplo, un derecho a un salario digno sería inseparable de un derecho a ser explotado; un derecho a respirar aire puro en las ciudades no podría existir sin un derecho a la contaminación. Y un derecho a la integridad física requeriría necesariamente un derecho a la tortura, y así sucesivamente. ¿Es eso signo de progreso y civilización? Por otra parte, y sin las debidas aclaraciones, ¿cómo se podría tener derecho a una cosa que sucederá inevitablemente, es decir, a algo que no es una opción, como la muerte? Hablar del “derecho a la muerte” es, sencillamente, una estupidez.

Una tercera falacia con la cual se entusiasman en exceso los promotores de la eutanasia consiste en calificar la prohibición del homicidio de una persona inocente como “una horrenda ley”. ¿Por qué es “horrenda”? Porque, según Vargas Llosa, obligaría a una persona a sufrir lo indecible hasta que la muerte natural haga su tarea. Según él, habría que permitir algunos atajos legales para evitar que el principio “no matar a una persona inocente” no sea de aplicación universal. Claro, se sigue un inconveniente “técnico” de esto, ya señalado por el filósofo italiano Luca Valera: un derecho a la muerte sólo puede tener sentido si implica que otro tenga un deber de matar. Esto implicaría que el potencial suicida lleve a los tribunales a quien se ha negado a matarlo, es decir, a concretar su “derecho” frustrado. Todo esto nos conduciría a un embrollo jurídico espantoso.

En cuarto término, a Vargas Llosa le parece una broma macabra “celebrar en un enfermo terminal los fastos de la vida de los que no podrá nunca disfrutar.” Esos “fastos de la vida” se resumen, según parece, en una idea de felicidad que consistiría en “saber que la vida está allí, a nuestro alrededor, y que lo estará todavía por algunos o por muchos años, con sus comidas, bebidas, amistades, amores y lecturas (…).” No hay por cierto ningún mal en el goce legítimo de cosas placenteras. Quien esto escribe no necesita leer a Vargas Llosa para saberlo. Señalo solamente un pasaje bíblico, Eclesiástico 14, en donde también vemos un pequeño himno a lo gozoso: “Hijo, trátate bien conforme a lo que tengas y presenta dignamente tus ofrendas al Señor” (11). “No te prives de pasarte un buen día, no se te escape la posesión de un deseo legítimo” (14). “¿No dejarás a otros el fruto de tus trabajos y el de tus fatigas, para que a suertes se reparta?” (15). Sin embargo, es evidente que la vida como una totalidad de sentido no puede ser segmentada en la franja que le permite a uno “disfrutar”, porque cuando eso ya no se puede hacer, se abren otras perspectivas en donde también se necesita incluir los dolores, el sufrimiento, e incluso la muerte. Obviamente, no llegaré al extremo de afirmar que la felicidad consiste en la capacidad de resistencia al dolor y al sufrimiento, pero tampoco puedo aceptar que la felicidad empiece y termine en lo que me gusta. ¿Por qué no pensar en una dimensión distinta de la felicidad?

Podemos ver entonces que el tema central de la columna comentada no es, en el fondo, la eutanasia, sino más bien un supuesto derecho a proclamarse dueño de la propia vida. Y esto sí que sería algo muy extraño, porque si uno está vivo, no ha sido por propia decisión. ¿Cómo podría yo ser dueño de una vida, la mía, que vino al mundo sin la menor intervención de mi parte? Hay vidas en cuyas llegadas al mundo uno sí ha tenido que ver, como con los hijos; sin embargo, nadie es “propietario” de sus hijos. Y si no somos dueños de aquellas vidas en que hemos tenido una directa intervención en su llegada al mundo, ¿cómo podríamos serlo de aquéllas, como la propia, en donde no hemos tenido nada que ver? Es evidente que cuando aquí hablamos de “mi” vida, el adjetivo posesivo no se emplea en el mismo sentido en que se emplea cuando uno habla de un objeto.

La columna del escritor, a quien no se le puede negar un feroz instinto de libertad, navega sin embargo en aguas peligrosamente superficiales.

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