Monseñor Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa
Nos acercamos al final del año y, como es habitual, unos ocho mil adolescentes reciben la Confirmación en Arequipa, después de haberse preparado en su parroquia o su colegio a lo largo de casi dos años.
Como enseña el catecismo de la Iglesia católica, la Confirmación es necesaria para que la gracia del Bautismo alcance su plenitud. A través de la celebración litúrgica, Dios envía su Espíritu Santo sobre los confirmandos, al igual que lo hizo sobre los apóstoles y la Iglesia naciente el día de Pentecostés.
El día de la Confirmación, entonces, es muy importante para quienes la reciben, para su familia, para la comunidad eclesial a la que pertenecen y para la Iglesia toda.
Ahora bien, los sacramentos no son magia, sino que su efecto depende de la fe de quien los recibe, y si bien la fe es un don de Dios, su recepción depende de la libertad del hombre.
En el caso de la Confirmación, Dios envía desde el cielo su Espíritu Santo, pero es la fe del confirmando la que hace posible que ese Espíritu entre en él y obre en él y a través suyo. Por eso, la primera finalidad de la preparación para la Confirmación es llevar a los confirmandos al encuentro con Jesucristo y transmitirles lo que Él nos ha revelado.
De esa manera, podrán hacer el acto de fe que hará posible que el Espíritu Santo actúe eficazmente en ellos, los haga partícipes de la vida divina y, en consecuencia, los transforme en fieles discípulos y misioneros de Cristo, testigos en carne propia de la victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte.
Desde que en Arequipa hemos mejorado, en su forma y contenido, el proceso de preparación para la Confirmación, veo que, en general, los adolescentes se sienten más atraídos por la belleza de ser cristianos y llegan a la celebración del sacramento con bastante entusiasmo e ilusión.
Comienza así una nueva etapa en su vida, en la que el acompañamiento de los padres y los padrinos es fundamental. Los padres deben ser instrumentos de Dios para la maduración y el desarrollo de la fe en sus hijos; en primer lugar, con su propio testimonio de una vida de oración y confianza en el Señor, pero al mismo tiempo rezando y yendo con ellos a misa, y animándolos a participar en algún grupo parroquial o movimiento eclesial.
A los padrinos, por su parte, les corresponde ayudar a sus ahijados a vivir una vida cristiana y dejarse guiar por el Espíritu Santo, que han recibido. Si lo hacen así, tendrán la alegría de constatar que, poco a poco, sus hijos y ahijados comenzarán a experimentar la vida eterna en este mundo.
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