El pesimismo cultural de los peruanos liberales de izquierda y de derecha

Alejandro Estenós Loayza
Profesor del Departamento de Humanidades de la Universidad Católica San Pablo

Que el Perú sea una realidad de contrastes y contradicciones, de difícil –cuando no imposible– resolución, es para muchos más que una certeza en la actualidad. Han sido tantos los intentos fallidos por superar nuestros desencuentros políticos, económicos y sociales, que muchos podrían resignarse a perder la esperanza de alcanzar un nivel mínimo y duradero de paz y prosperidad social. Nuestros pocos logros, como los deportivos o intelectuales, parecen apenas fugaces espejismos que, una vez disueltos, nos devuelven más heridos y desesperanzados a la cruda realidad. Ni siquiera los éxitos más duraderos, como el reconocimiento internacional de nuestra gastronomía nacional y de nuestro patrimonio cultural, parecen ser suficientes para levantar del todo la moral.

Y es que, tal vez, lo más peculiar de este pesimismo social es que comienza a revelar nuevamente el rostro de un desaliento más profundo, que no es otro que el que radica en nuestra identidad y cultura. Un desaliento que, en su dimensión colectiva, encuentra una expresión inmejorable en el aforismo popular: “El peor enemigo de un peruano es otro peruano”.

Sin embargo, el desaliento que padece nuestra población no es uniforme, sino que se manifiesta de múltiples maneras, según sus condiciones geográficas, grupo etario, nivel socioeconómico, adscripción político-ideológica, entre otros factores, o la combinación de varios de ellos.

Una de las formas que hoy tiene particular visibilidad e influencia en nuestro país es aquella que encarna la coincidencia política entre un sector de liberales de izquierda y de derecha, muy bien instalado en algunos espacios de la élite académica, los medios de comunicación y ministerios claves del Estado peruano, como los de Cultura, Educación y Justicia. Lo que caracteriza a este sector es, en nuestra opinión, un pesimismo que bien podría calificarse como “paradojal”.

Por un lado, se condena y rechaza la mentalidad y las prácticas “tradicionales” de la cultura popular, entre ellas la corrupción y el clientelismo de políticos y funcionarios de turno, muchos de los cuales podrían tener una adscripción étnica originaria o afrodescendiente. Por otro lado, se muestra sensibilidad y tolerancia frente a acciones éticamente cuestionables cometidas por algunos grupos de esas mismas poblaciones, las cuales, amparadas en su secular condición de opresión y exclusión social, demandan reconocimiento y reivindicación material y simbólica.

Este pesimismo “paradojal” evoca cierta semejanza con el indigenismo del siglo pasado que permeó, de manera diferenciada, al liberalismo de derecha y de izquierda en el Perú, en la línea del “Incas sí, indios no”, de los trabajos de Cecilia Méndez. Por un lado, se exaltaba el grandioso legado del incanato y se reconocía al indígena que había logrado su integración a las instituciones y valores de la modernidad, incluso por medios un tanto sinuosos; pero por otro, se despreciaba en bloque la cultura indígena y mestiza para la cual solo quedaba la acción redentora del Estado en el campo de la educación y de la salud, o en la transformación de las estructuras económicas.

Bien vista, como toda paradoja, la contradicción en el pesimismo de ambos liberalismos es solo aparente. Se trata de un rechazo y una negación del indígena real y concreto; sin embargo, mientras que en un caso dicho rechazo se orientaba a transformarlo y modernizarlo, en el otro busca construirlo o inventarlo con fines emancipatorios.

Al menos, eso es lo que puede deducirse de la caracterización identitaria que el Estado –asesorado por un conspicuo sector académico– elabora a partir de los marcadores étnicos empleados en el diseño y despliegue de sus políticas de interculturalidad, tales como la lengua materna, la ocupación de un territorio ancestral, una historia sin historia y, desde 2017, una autoidentificación sin sujeto.

¿Acaso se desconoce que lo que caracteriza étnicamente a la población peruana es, más bien, un arraigado bilingüismo materno, una acentuada movilidad territorial derivada de las migraciones del siglo pasado y una larga historia de profundas interacciones culturales que han alterado dramáticamente las configuraciones identitarias del pasado?

Entonces, ¿existen poblaciones indígenas? Claro que sí, al igual que las situaciones de pobreza y exclusión que muchas de ellas padecen. No obstante, la evidencia empírica e histórica nos muestra, más bien, que aquellas están asentadas sobre una base cultural común que, si bien permite trazar ciertas diferencias étnicas, hace aún más posible integrarlas en un universo cultural mayor, que no es sino el que la mayoría de los peruanos identifica como el mestizo.

Tal vez, si se aceptara y valorara en su justa medida esta realidad cultural, con sus problemas reales y posibilidades, la izquierda liberal –y todos los que coinciden con ella– dejaría atrás su acendrado pesimismo para vislumbrar, con optimismo, las inmensas posibilidades que tiene nuestro país de insertarse de manera eficiente, crítica y original en el ordenamiento moderno global.

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