Vivian Andía Calderón
Estudiante de Ciencias de la Comunicación de la Universidad La Salle
Apareció un jueves, cuando el amanecer aún no despertaba por completo, entre las tumbas viejas del cementerio La Apacheta. Yo barría las hojas secas que el viento había dejado caer. Era un perro huesudo, de pelaje terroso y duro, con ojos tan humanos que dolía sostenerle la mirada. Parecía arrastrar siglos de espera en sus patas.
Me siguió en silencio y lo llamé Melga, sin saber por qué. Se sentaba a mi lado cuando pasábamos por lápidas sin nombre. Yo era apenas un muchacho de quince años, barrendero de cementerios e hijo de una bella florista que hablaba con flores como con santos.
Una noche, Melga se detuvo frente a un muro cubierto de enredaderas secas. Rascó la tierra con sus patas y me mostró una puerta de hierro oxidado. No sé por qué, pero no sentí miedo. Solo entré.
Descendimos por una escalera húmeda, tragada por la oscuridad. Al fondo, se abría una sala inmensa, como si de una catedral secreta se tratara. Miles de libros, todos distintos. En sus portadas, nombres. En sus páginas, recuerdos.
No eran biografías, eran fragmentos de alma: cartas no enviadas, versos nunca leídos, canciones que nadie grabó. Cada libro era la memoria de una persona enterrada allí. Algunos brillaban con fuerza; otros… se estaban borrando. Sus páginas ya eran blancas, como si el olvido se los tragara.
Esa noche, Melga habló. Su voz no vino de su hocico. Me atravesó el pecho como un susurro que siempre había estado ahí.
―Aquí duermen los que tejieron la patria con hilos invisibles. Si el olvido los cubre, el Perú se queda sin alma y sin suelo.
Leí uno, era de una mujer aimara que enseñaba a leer cuando eso aún era un acto de rebeldía. El siguiente era de una enfermera anónima que, durante el terremoto de 2001, cruzó pueblos entre ruinas con su maletín de alcohol, vendas y esperanza. Otro, de un joven poeta que murió sin ver a su tierra en libertad. Ese libro llevaba un nombre: Mariano Melgar.
Lo abrí y un poema inédito me estremeció:
“Que no nos venza el olvido,
si aún somos canto y raíz.
Que el futuro no sea castigo,
si lo sembramos aquí”
Entonces Melga me dijo quién era. No era un perro. Era el alma de Melgar. El guardián de su memoria y de todas las memorias que la patria enterró sin atreverse a llorar.
Desde ese día comencé a escribir; no solo lo que leía, sino lo que sentía. Como si con cada palabra tejiera otra vez la piel de un país que ya nadie tocaba.
Así nació Archivo vivo: una colección de historias olvidadas. Al principio nadie lo leyó. Luego, una maestra. Después, una ciudad. Finalmente, un país.
Mis libros cruzaron pueblos, fronteras y generaciones. Gané premios sin buscarlos. Me llamaron escritor; pero lo que yo hacía era distinto. Yo recogía voces. Yo recogía huellas.
Una noche, Melga me llevó a la puerta secreta por última vez.
― Ya cumpliste. Pero recuerda: no basta con contar. Algún día tendrás que actuar.
Y se fue. Sin ruido. Sin adiós. Como se van los verdaderos maestros.
Hoy tengo 64 años.
Y desde el Palacio de Gobierno, aún siento en mis manos el frío del hierro oxidado de aquella puerta. Soy presidente del Perú. Pero antes fui hijo de una florista. Fui barrendero de tumbas. Fui testigo de un país enterrado. No ofrecí futuro sin memoria. Prometí que nunca más seríamos olvido.
Convertí aquel cementerio en un santuario de identidad. Hicimos que cada colegio adopte una historia olvidada. Que cada niño conozca no solo a Grau, Bolívar o San Martín, sino a su tía costurera, a su abuelo agricultor, a los que sostuvieron este país sin cámaras ni medallas.
Y cuando me preguntan por qué creo en este pueblo roto, les digo:
― Porque un día vi a un perro
sentado junto a una tumba sin nombre,
y entendí que la patria no muere
si alguien la escribe,
si alguien la recuerda,
si alguien la vuelve a amar.