Fernando Mendoza Banda
Profesor del Departamento de Derecho y Ciencia Política de la Universidad Católica San Pablo
El país y sus ciudadanos están siendo víctimas de las consecuencias de una particular forma de actuar de las autoridades –y no solo de hoy–, que privilegia el beneficio de grupos con intereses personales sobre el bien común, que puede entenderse como el interés público.
Según el Tribunal Constitucional, el interés público tiene que ver con aquello que beneficia a todos; por ende, es equivalente al interés general de la comunidad. Su satisfacción constituye uno de los fines del Estado y justifica la existencia de su estructura administrativa.
Como bien refiere Fernando Sainz Moreno, la noción de “interés público” se distingue, en sí misma, aunque no se opone, a la noción de “interés privado”. La distinción radica en que, por su capital importancia para la vida coexistencial, el interés público no puede ser objeto de libre disposición como si fuese privado. El carácter público del interés no implica oposición ni desvinculación con el interés privado. No existe una naturaleza “impersonal” que lo haga distinto del que anima “particularmente” a los ciudadanos. Por el contrario, se sustenta en la suma de los intereses compartidos por cada uno de ellos. Por ende, no se opone ni se superpone, sino que, axiológicamente, asume el interés privado. Es por eso que su preeminencia no surge de la valoración de lo distinto, sino de lo general y común.
Hay muchos y variados ejemplos donde el interés particular ha primado sobre el interés público. Por ejemplo, en el caso de los obreros municipales, se dio la ley que prohíbe que las municipalidades tercericen los servicios de recojo de residuos sólidos, mantenimiento de parques y jardines, y limpieza pública. Es decir, se priorizó el interés del grupo de obreros antes que el interés de los vecinos. Otro caso es el de los mineros informales y artesanales, quienes no solo dañan el medio ambiente, sino que provocan otros males que dañan el interés público.
También se puede mencionar el transporte público, prestado con unidades vetustas y en mal estado, con choferes más que imprudentes, que no respetan las reglas básicas de tránsito ni los términos de la concesión o permiso; por lo que deberían ser sancionados, pero no, se les tolera en perjuicio de los usuarios de este servicio.
La creciente y desbordada inseguridad ciudadana es otro claro y penoso ejemplo, donde los delincuentes cuentan con una “sombrilla legal” favorable a diferencia de sus víctimas.
Pero, ¿por qué hemos llegado a tal situación? Una respuesta desde mi punto de vista es que, no se quiere afrontar los “daños colaterales”. Para el Tribunal Constitucional estos son “efectos indirectos o consecuencias no buscadas de medidas legítimas” o también considerados como “efectos colaterales”. El detalle es que se exige un estándar muy alto para la proporcionalidad, necesidad, razonabilidad y análisis de mitigación o reparación, en beneficio de los intereses de particulares y en desmedro del interés público.
Si en algún momento del tiempo transcurrido se hubiera tomado otra decisión, hoy no estaríamos en estado de zozobra. Si en una situación en la que un grupo de delincuentes retiene a la fuerza y con el uso de armas de fuego a personas (sean civiles o uniformados) e, incluso, asesina a alguna de ellas, se hubiera dispuesto la participación de francotiradores de la fuerza policial con la orden de inmovilizar a los captores o “eliminar objetivos”, otra habría sido la historia hoy.
Los ciudadanos debemos entender que el Estado democrático tiene el patrimonio del uso de la fuerza, incluido el uso de armas de fuego, las que deben ser empleadas para “eliminar objetivos” que buscan su interés particular en perjuicio del interés público, como explicamos en el ejemplo anterior.