Fiesta de la Misericordia

Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa

El segundo domingo de Pascua fue instituido por san Juan Pablo II como Domingo de la Divina Misericordia, conforme lo pidió Jesús a santa Faustina Kowalska, a quien también dijo: “Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea refugio y amparo para todas las almas, especialmente para los pobres pecadores […] la humanidad no conocerá paz hasta que no se dirija a la fuente de mi misericordia” (Diario, 699).

Esta fuente que quedó visiblemente abierta cuando, muerto Jesús en la cruz, “uno de los soldados, con la lanza, le traspasó el costado y al punto salió sangre y agua” (Jn 19,34). Ambos elementos están representados en la imagen de la Divina Misericordia pintada conforme a las indicaciones que el mismo Jesús dio a sor Faustina, en la cual de su corazón abierto salen dos haces de luz: “El rayo pálido simboliza el agua que justifica a las almas. El rayo rojo simboliza la sangre que es la vida de las almas” (Diario, 299). El rayo pálido, entonces, nos remite a los sacramentos del bautismo y de la penitencia, así como a los dones del Espíritu Santo; mientras que el rojo evoca la eucaristía, memorial a través del cual participamos sacramentalmente en la muerte y resurrección del Señor.

La imagen de la Divina Misericordia nos hace presente el amor infinito de Dios que, nos ha sido revelado en Cristo Jesús. Como escribió san Juan Pablo II, precisamente porque existe el pecado en el mundo, “Dios, que es amor, no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia […] No hay pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite” (Dives in misericordia, 13).

El amor misericordioso no solo forma parte —por así decirlo—, de la propia esencia de Dios, sino que también responde a la verdad más profunda del hombre marcado por el pecado y necesitado de conversión. Usando con nosotros de misericordia, Dios realiza “esta acción concreta del amor que, perdonando, transforma y cambia la vida” (Francisco, Misericordia et misera, 2). Dios no es una doctrina ni un conjunto de normas morales. Es un Padre siempre dispuesto a hacernos el bien, a santificarnos y hacernos partícipes de su vida divina, que no conoce el ocaso. “Y es triste cuando el Padre del amor no recibe una respuesta de amor generosa de parte de sus hijos, que se limitan a respetar las reglas, a cumplir los mandamientos, como si fueran asalariados” (Francisco, Homilía, 19.XI.2017). ¡Dios nos llama a algo mucho más grande que a cumplir leyes!

El evangelio de este Domingo de la Divina Misericordia nos presenta dos claros testimonios del amor transformador de Dios. Por un lado, la institución del sacramento de la reconciliación, mediante el cual el Señor nos perdona los pecados y nos restituye en la gracia que nos capacita para vivir alegres haciendo el bien pese a las dificultades por las que eventualmente debamos pasar. Por otro lado, la condescendencia que Jesús tiene con el apóstol Tomás, a quien para hacer posible que crea en la resurrección le permite meter la mano en la llaga de su costado; porque Dios no se complace en la muerte del pecador sino en que se convierta y viva (cfr. Jn 20,27; Ez 33,11).

 

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