Los frutos de la ancianidad

Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa

En la vejez seguirán dando fruto” (Salmo 92: 15). En su mensaje para la II Jornada Mundial de los Abuelos y Personas Mayores que celebramos este domingo, el papa Francisco dice que esta frase bíblica va contracorriente, tanto de lo que el mundo piensa de esta etapa de la vida, como de la resignación o falta de esperanza con las que algunas personas viven la ancianidad.

La ‘cultura del descarte’ —como también la llama Francisco— globaliza una mentalidad según la cual, cuando se llega a cierta edad las personas no tendrían nada que aportar a los demás, por el contrario, se vuelven una carga para todos.

Escribe el papa, “La ancianidad a muchos les da miedo. La consideran una especie de enfermedad con la que es mejor no entrar en contacto” y añade, “Una larga vida es una bendición y los ancianos no son parias de los que hay que tomar distancia sino signos vivientes de la bondad de Dios”.

Es cierto que, en la medida en que la gente entra a esta etapa surgen situaciones que resultan difíciles de entender, especialmente si solo confían en sus fuerzas o se creen autónomos y omnipotentes.

El fin de la actividad laboral, la experiencia del ‘nido vacío’ cuando los hijos se van de casa, la disminución de las energías y, muchas veces, el abandono por parte de la sociedad y el Estado, pueden opacar el horizonte y cancelar toda esperanza.

En cambio, en la medida en que a lo largo de la vida aprendamos a vivir apoyados en el Señor y a confiar en él, como dice el papa, “descubriremos que envejecer no implica solamente el deterioro natural del cuerpo o el ineludible pasar del tiempo, sino el don de una larga vida. ¡Envejecer no es una condena, es una bendición!”.

Es mucho lo que las personas mayores pueden hacer aportando a la familia y a la comunidad. Lo limitado del espacio impide presentarles la larga lista de todo lo que viene a mi mente, pero quisiera destacar al menos algunas de las posibilidades mencionadas por el papa en su mensaje.

La primera es aprovechar el tiempo libre que a partir de cierta edad va quedando para fortalecer nuestra relación con Dios, “cultivando nuestra vida interior por medio de la lectura asidua de la palabra, la oración cotidiana, la práctica de los sacramentos y la participación en la liturgia”.

La segunda es fortalecer las relaciones con los demás: colaborar con los hijos (sin manejar su vida), ayudarles en la educación y, sobre todo, en la transmisión de la fe a los nietos, y en la medida de lo posible, participar en algún grupo parroquial o iniciativa de voluntariado a favor de personas necesitadas. ¡Hacer el bien a los demás, siempre hace bien!

La tercera es aportar cariño en todo y a todos, pues por lo general, en la medida en que nos vamos adentrando en la ancianidad, nuestro corazón se hace más tierno. ¡Cuánto amor podemos dar a este mundo que lo necesita tanto! Estoy convencido que, si se obra así, descubriremos lo que dijo el papa Francisco hace unos meses, “Ser ancianos es tan importante y hermoso como ser jóvenes” (Catequesis, 23.II.2022).

 

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