César Belan
Cada vez más se nos advierte sobre la “depresión de fin de año”: episodios de melancolía, irritabilidad y angustia relacionados con la Navidad y la llegada del Año Nuevo. Las radios, la televisión y el internet nos alertan como prevenirlo, dándonos una serie de consejos para superar la pena que se desencadena por “la carga emotiva” que involucran las reuniones familiares, y por no “estar acorde con las expectativas” que se tienen de las celebraciones. Todos los medios nos inundan de “pastillas” para superar estas cada vez más comunes aflicciones —males que se hacen patentes tan solo con revisar los estados de Facebook de nuestros conocidos y amigos—, sin embargo pocos se atreven a dar una explicación más profunda a este hecho. Nos atreveremos a ello en las siguientes líneas.
Es siempre importante recordar que, después del veinticinco, llega el veintiocho. Dicho de otro modo, no puede haber Navidad sin Herodes. Y es que el nacimiento de Cristo es una fiesta grande que acarrea también grandes reacciones en todo ámbito: si bien son grandes las maravillas que se suscitan en los corazones de aquellos abatidos que buscan a Dios a causa de la llegada del Mesías; son también tremendas las reacciones de quienes lo rechazan enseñoreándose en sí mismos. En esa línea, la de los que niegan a Dios con todo su corazón, será paradigmática —además de brutal— aquella primera reacción frente al nacimiento de Cristo, la de Herodes: ahogar en sangre la gloria y la alegría desbordante que suscitó aquel acontecimiento.
Pesimismo y amargura
Ya de vuelta a nuestros tiempos, no debe sorprender entonces que la sublime melodía de la Navidad se distorsione al confrontarse con estridentes voces que a fuerza de pesimismo y amargura pretendan apagarla. No resultará extraño entonces, el por qué los medios, después de ensordecer a la multitud con aquella hueca euforia comercial que nos obliga a sonreír sin razón verdadera, nos prevengan luego de la famosa “depresión de fin de año”.
Hace algunos días Juan Manuel de Prada, excelente novelista español, había señalado en una de sus columnas “la Navidad es la fiesta de la esperanza, y la esperanza es de los inocentes… aquellos a los que Jesús mismo alude en la escritura cuando señala: ‘Yo te alabo, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos, y las revelaste a los pequeños’”. Pero no hay nada más amargo para los dueños y señores de este mundo —o aquellos que pretendan serlo— que la alegría de los inocentes. No hay Navidad sin Herodes. No hay belleza suprema que no suscite la angustia, temor, envidia y rencor de los poderosos que advierten que sus tesoros —sus seguridades— son tan solo carroña y suciedad. Es por ello que la Navidad es, como Cristo, un signo de contradicción. El Niño-Dios expuesto en toda su fragilidad en el pesebre es un misterio que escandaliza a los incrédulos y pagados de su suerte, tanto como inunda de esperanza a los hombres de buen corazón. Escándalo que se convierte en dolor, aquel que los “especialistas” han pretendido exorcizar etiquetándolo como “Depresión de fin de año”.
La inocencia
De Prada advierte en su artículo que “la razón de este desmoronamiento anímico suele asociarse a la memoria de la infancia”, edad de la inocencia por excelencia. Señala esclarecedoramente: “Al compararnos con aquel niño estupefacto y gozoso [ante el pesebre y junto a la familia], solemos reaccionar de dos maneras posibles: sintiendo asco hacia nosotros mismos, hacia la birria resabiada que ahora somos (así se entiende el creciente hastío o desapego que sentimos hacia nuestra propia vida… y hacia la de los demás); o bien sintiendo asco hacia aquellas antiguas maravillas que antaño nos dejaban arrobados (así se explica el odio antirreligioso cada vez más extendido en nuestra sociedad, que a la postre es odio hacia nosotros mismos)”. Es por ello que llamamos a la Navidad la fiesta de los niños.
Al vaciarse el sentido sacro de las fiestas se eliminó la verdadera fuente de la felicidad, imponiéndonos luego una felicidad postiza. Una “felicidad” que se tiene que sostener a fuerza de atragantarnos con pedazos de panetón y comprar afecto con objetos inútiles, y que –como es obvio– sólo nos deja una profunda sensación de vacío que deviene en tristeza, mal humor, cinismo y antipatía que explota contra nuestros más próximos. Sentimientos que contrastan profundamente con aquellos que saboreábamos gozosos cuando éramos niños.
En suma, aquellos iracundos o doloridos enemigos de la Navidad, quienes sufren de esta particular “depresión” se convierten así en los Herodes de sí mismos. Aquellos que, al experimentar la posibilidad de volver a creer y maravillarse ante lo misterioso, prefieren guardar su reino de bien consabidas seguridades, repitiendo machaconamente y por conveniencia las consignas del mercado, y masacrando así aquel niño interior que busca a Dios. Feliz tiempo de Navidad a todos.