¿Siempre es bueno premiar a los hijos?

El problema no está en otorgar un premio, sino en cómo hacerlo para que no surjan resultados negativos.

Jorge Pacheco Tejada
Educador

En la edición pasada reflexionamos sobre la necesidad de los castigos en la etapa formativa y hablamos sobre el rol que cumplen en la enseñanza de la obediencia.
Ahora bien, así como es necesario el castigo, también tendríamos que preguntarnos si es necesario el premio: ¿en qué condiciones se debe conceder?

Recordemos que el premio es una recompensa que se otorga a alguien por algún mérito o servicio. Por lo general, se trata de una compensación como reconocimiento a un esfuerzo o un logro.

El premio debe tener un valor simbólico, y se entrega por alguna razón extraordinaria y no como una simple motivación a la obediencia.

Así como el castigo es un tema de permanente revisión que debe ser tratado con precaución y transparencia por su incidencia en la educación, de igual manera debemos tener cuidado para que los premios no deformen la personalidad de nuestros hijos. Estos también han de ser formativos. ¿Cuándo no son buenos? Cuando no son justos, no son buenos. Aquí unos escenarios que podemos evitar.

Engaño

A veces, con una mala aplicación de los premios lo que enseñamos es a engañar.
Por ejemplo, quién no le ha dicho a su hijo lo siguiente: “Si haces la tarea, puedes ver televisión”. El niño no hace la tarea, sino que le pide a la empleada del hogar o a un hermano mayor que se la haga. Cuando la mamá regresa, pregunta: “¿Hiciste la tarea?”.

La respuesta es sí, y sin más trámite se otorga el premio: “Mira la tele”.
Ese niño ha aprendido muy bien que engañando es como se consiguen los premios. Mal aprendizaje.

Chantaje

El premio mal aplicado consolida una mentalidad chantajista. “Si no tiendes tu cama, no ves televisión”, le puede decir el padre o la madre a su hijo. Con el tiempo, el pequeño puede cambiar las condiciones y plantear algo así: “Si no me dejas ver televisión, no tiendo mi cama”.

Caemos así en la mentalidad del chantaje e iniciamos toda una manera de actuar basados en ‘acuerdos’, compromisos, transacciones que desvirtúan el sentido mismo de la obediencia, del deber, de la obligación o del reconocimiento por el esfuerzo.

Consumismo

En este caso ya no tienen relevancia los símbolos ni lo que estos pueden representar, sino el valor económico del premio. Y cuanto más costoso mejor.

Incluso los hijos se van cotejando con sus hermanos para ver cuál de los premios cuesta más y se sienten tratados injustamente si estos no son del mismo valor. Allí los premios dejaron de ser simbólicos para entrar en la vorágine del valor monetario. Nos dejamos atrapar por la mentalidad consumista.


La entrega de algo simbólico debe reconocer el esfuerzo y motivar al niño y al adolescente siempre al máximo esfuerzo, sin quitarle la satisfacción del deber cumplido.

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