El año en que Arequipa dejó de ser la Ciudad Blanca

Los fuertes aguaceros que soportó la ciudad están muy presentes en los registros históricos.

José Víctor Condori

Pese a que la región sur es considerada como la de mayor actividad sísmica y volcánica del Perú, Arequipa no solo es castigada por fenómenos telúricos, que de algún modo podrían ser considerados normales en razón a su singular ubicación geosísmica, sino también por fenómenos climáticos como las sequías e inundaciones.

De ellas, las más recordadas por la destrucción que ocasionaron son las inundaciones o desbordamientos de las torrenteras y del río principal de esta ciudad, el Chili, como consecuencia de un aumento poco habitual de las lluvias estacionales.

Los más antiguos registros documentados sobre estos desastres —o, como se decía entonces, “avenidas de los ríos”— datan del siglo XVI, pocos años después de la fundación de la ciudad de Arequipa.

Así, en 1549, violentas avenidas destruyeron el antiguo “puente colgante de los incas”, ubicado en el sector de Chilina. Posteriormente, en noviembre de 1566, cuando aún no se había concluido la construcción del principal puente de la ciudad (puente Viejo o Bolognesi), una violenta entrada del río Chili dañó considerablemente los arcos de esta infraestructura, los mismos que tuvieron que ser inmediatamente reparados. Cuarenta años después, en enero de 1605, “se ordenó reparar uno de los arcos del puente, para evitar que se caiga”, debido a las fuertes avenidas que soportó.

En 1715, también se produjeron peligrosas avenidas del río Chili, y para 1792, las autoridades locales se encontraban profundamente preocupadas por la “ruina que ocasionaron las lluvias de 1790 en el puente de dicha ciudad”, según testimonios recogidos en esa época.

Llovió cinco meses

No obstante todo lo señalado, ninguno de los casos anteriores ocasionó tantos perjuicios económicos y materiales sobre la región como las lluvias e inundaciones de 1819, que duraron cerca de cinco meses. Así lo evidencia también el Almanaque Peruano de 1820, cuando menciona que “el año del diecinueve será siempre memorable por la abundancia y la prolongación de las aguas en todo el reino, sin ejemplo del que se tenga noticia”.

Todo empezó el 8 de diciembre de 1818, cuando se presentaba una comedia en homenaje a la Inmaculada Concepción en el atrio de la iglesia de San Francisco. Como era de suponer, en una ciudad de enorme religiosidad, las calles inmediatas al templo estuvieron abarrotadas de feligreses y de uno que otro curioso.

Era la una de la tarde, cuando de pronto retumbó en el cielo un “trueno horrísono” y a continuación se precipitó un fuerte aguacero, como si se tratase de un nuevo diluvio. La muchedumbre buscó como pudo refugio en sus hogares, y esperó la llegada de mejores tiempos.

Pero la lluvia continuó día tras día, semana tras semana y mes tras mes, hasta el 8 de mayo de 1819, cuando apenas pudo sacarse la procesión de San Juan de Dios chimbando sobre las piedras y los montones de arena que en las calles de la ciudad habían acumulado las llocllas o torrenteras.

Graves daños

La “extraordinaria avenida del río”, como mencionan las autoridades de la época, y como sucede aún en nuestros días, arremetió implacablemente contra las heredades, las casas y los edificios “que están contiguos a su cauce”, destruyendo las numerosas bocatomas que existían en su ribera “por haber formado un banco de arena en las acequias que llevan agua y [por haber] cegado su libre conducto”.

Pero lo más lamentable fueron las “muchas vidas de infelices hombres que han sido víctimas de su furor”. Estas “extraordinarias inundaciones” fácilmente desbordaron los límites de la ciudad, ocasionando graves estragos en el puente de Uchumayo, ubicado a la entrada de la Ciudad Blanca. Las afamadas haciendas de viña del valle de Vítor, en el curso medio del río Chili, fueron de la misma manera afectadas por los desbordes.

Por increíble que parezca, estos graves perjuicios también se padecieron a cientos de kilómetros de distancia, en la desembocadura del río nombrado Quilca, donde algunos consternados vecinos protestaban porque “las grandes avenidas de aquel río caudaloso se habían llevado la toma que regaba estas tierras”.

En resumidas cuentas, los daños causados por las “abundantes y extraordinarias” avenidas del río fueron cuantiosos, alcanzando la astronómica suma de un millón y medio de pesos.

Derecho de pontazgo

Dentro de la ciudad, los comerciantes y los viajeros se vieron afectados por las averías causadas por el río sobre el único puente de la ciudad, cuya reparación llevó al Cabildo a establecer un derecho de pontazgo y a recurrir a préstamos. No obstante ello, las obras de reparación demoraron casi un año.

Sin pan

Otro de los problemas que se generaron estuvo relacionado con la producción de pan, en vista de que las “crueles y diarias avenidas” habían destrozado las bocatomas de las acequias, obligando a algunos molinos de la ciudad a suspender la producción de harina.

Por otro lado, mucho del trigo almacenado terminó corrompiéndose por la excesiva humedad. Además, la producción de pan se vio limitada por la imposibilidad de conseguir el suficiente ccapo o combustible para calentar los hornos.

Según cuenta la tradición, un español casado con una panadera arequipeña pudo habilitar su horno con algún tipo de combustible y fabricar pan que vendió al precio del oro. Se rumoró que en los cinco meses que duraron las lluvias, había ganado la nada despreciable suma de 60 000 pesos.

‘Ciudad verde’

Finalmente, a raíz de las lluvias, las inundaciones y los bancos de arena depositados en sus calles durante todos estos húmedos meses, la ciudad de Arequipa cambió progresivamente de color y dejó de ser la blanca ciudad para convertirse, al menos por un buen tiempo, en la ‘ciudad verde’.

¿La razón? La vegetación de las lodosas calles y los hongos acumulados en los techos y las paredes de las casas, las casonas y los templos le dieron esta nueva imagen, y solo en los sitios resguardados de las lluvias “se vio el blanco de las construcciones”.

 

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