Política: el arte del buen gobierno

Manuel Rodriguez Canales

Cuando hablamos de política se hace necesario en primer lugar limpiar un poco el panorama y volver al noble origen de esta palabra. La política es el arte del buen gobierno, es decir, la búsqueda del bien común para todos los ciudadanos. De allí su nombre, derivado de polis, ciudad.

Es en realidad un ejercicio del amor, la más grande de las virtudes morales, la que concentra la moral entera. No interesa aquí referirme a cómo ocurrió que de esa aproximación clásica, clara y sensata, se pasó a este juego infame de cálculos, refinados o no, que más parece una escuela de corrupción o una guerra de mafias que un servicio al país.

Hay muchas maneras de explicar esa historia, desde la filosofía y su mutación a pensamiento político con su lista de nombres, ideas y complejidades (Vico, Lutero, Descartes, Rousseau, Machiavello, Hobbes, Hume, etc., etc.) hasta la simple corrupción pragmática del hombre de la calle o del campo, la intoxicación paulatina pero constante de lo que hoy se llama electorado, un nombre medianamente elegante para ese amasijo de “ciudadanos plebiscitarios” que se compra con promesas y fideos mientras se lo aturde con un circo mediático cada vez más bajo, barato, irresponsable y estúpido.

Inteligencia y bondad

Para ejercer el liderazgo político hay que beber de las fuentes y usar otros medios. Hay que apostar por la inteligencia y la bondad. Lo sé: el “hay que” no alcanza pero es indispensable tenerlo claro, y tenerlo claro siempre para que nada nos encarrile una vez más al mismo circo del que queremos salir.

Es vital tener el amor como práctica y horizonte para hacer política. Como es obvio no hablamos de ninguna de sus caricaturas o deformaciones sino de la gran virtud de buscar el bien del otro encontrando en él el propio bien. Es decir, el bien común.

Con el ardor del amor en el corazón hay que estudiar y vivir estudiando nuestro querido país. No sólo la historia, no sólo la economía, no sólo las necesidades. Todo esto es indispensable pero no alcanza. Hay que estudiarlo como a la persona amada a la que se quiere sinceramente ayudar. Y desde ahí responder a las situaciones urgentes de la gente necesitada, a los problemas más graves como el de la seguridad y la corrupción pero sin dejar de mirar los tres problemas estructurales más importantes: educación, educación y educación.

¿Para qué la educación?

Educación de nuestras élites académicas y empresariales para que dejen sus zonas de confort y su engreimiento autosuficiente y se pongan al servicio del país. Educación de la clase media para que eleve su mirada a un horizonte más alto que la casa propia y la comodidad. Educación de las clases populares para que vean su dignidad sin venderse, dejen la mendicidad a la que han sido reducidas y recuperen su profundo valor.

La primera educación nos daría un equilibrio de inversiones y diálogo que fomente el crecimiento de las personas en las zonas de influencia de las empresas y el estado. La segunda conectaría los extremos de la sociedad entre sí en la medida de su crecimiento y la salida de la pobreza extrema. La tercera nos convertiría en un modelo de crecimiento. Todo lo demás son medios, indispensables pero medios.

Lo sé, esto suena a “imagine”, la famosa canción de Lennon, a un fácil discurso sentimental. Me importa poco, yo sé bien lo que digo. Sé también que hay muchísimas preguntas indispensables que responder: ¿Quién daría esa educación? ¿Con qué gente contamos para hacer algo así? ¿Con qué recursos? ¿Cómo implementarla? ¿Existen modelos que hayan funcionado? ¿De verdad crees que con las taras culturales de nuestro país se puede siquiera comenzar? No le temo a ninguna pregunta porque creo que entre nosotros están todas las respuestas.

Salir de la versión móvil