Sheyla Huanca Ochoa
Alumna de la Escuela de Ingeniería Ambiental de la Universidad Católica San Pablo
Cleto tenía 83 años y unos zapatos que parecían cosidos con la memoria misma. Antonia, su esposa, los lustraba cada domingo mientras tarareaba una cumbia antigua. En su casa, al fondo del distrito de Yanahuara, todo olía a tierra mojada, a café recién colado, a libros subrayados y discos de vinilo. Allí, entre macetas y recuerdos, sus nietos crecen.
—La salsa, el tango, la cumbia… no son solo música —decía Cleto mientras movía los pies con agilidad insólita—. Son resistencia, muchachos. ¡Así bailan los que no se rinden!
Antonia reía con los ojos brillosos, mientras hervía hierbas para las penas de la semana.
Ambos habían sido maestros, bailarines aficionados y lectores voraces. De jóvenes, organizaron una biblioteca comunal en el barrio. Ahora, su sala seguía siendo un refugio de libros y niños curiosos.
Su nieta mayor, Evelyn, era estudiante de biotecnología. Cuando se sentía abrumada por algoritmos y papers, se sentaba con ellos. Cleto le mostraba recortes de periódicos donde hablaban de la revolución del agua potable en Arequipa o del primer microscopio que llegó a su escuela por una colecta vecinal.
—Mira, hijita —le decía Antonia, acariciando sus manos cansadas—. Todo lo que estudias ahora comenzó en casas como esta. Con ganas de saber. Con amor.
Inspirada por esas tardes, Evelyn decidió hacer su tesis sobre “Memoria genética y saberes ancestrales”. Quería demostrar que el conocimiento no solo se hereda en libros, sino también en gestos, cantos y modos de sobrevivir. Sus abuelos fueron sus primeros entrevistados.
—¿Y cómo investigaban antes, abuelito? —preguntó.
—Con preguntas, Evelyn. Preguntar es la semilla de la ciencia. ¿Para qué sirve esta planta?
¿Por qué bailamos cuando estamos tristes?¿Qué pasaría si…? Eso es investigar.
La casa entera se convirtió en su laboratorio emocional. Analizó las plantas del jardín, las recetas de Antonia, los relatos de la migración del campo a la ciudad. Descubrió que no era solo ciencia: era arte, era baile, era familia.
Cuando presentó su tesis, no fue en un auditorio frío. Fue en la plaza del barrio. Hubo pancartas, música, fotos antiguas y comida hecha en casa. Antonia bailó una salsa con bastón en mano. Cleto hizo girar a su nieta como cuando era una niña.
—Gracias por enseñarme que el futuro no está peleado con las raíces —dijo Evelyn—.
Ustedes me enseñaron la ciencia del amor, la investigación del alma.
Una periodista del diario local escribió: “Una familia demuestra que bailar también es construir futuro”. Pero los vecinos ya lo sabían: esa familia llevaba décadas construyendo esperanza, paso a paso, abrazo tras abrazo.
En la cocina, Evelyn colocó una ramita de ruda sobre la puerta.
—Para que no entre la envidia —murmuró.
—Y para que nunca se pierda la alegría —completo Cleto.
Esa noche, mientras los más pequeños dormían y Evelyn guardaba sus notas, Cleto y Antonia se sentaron en la mecedora.
—¿Sabes qué, Toñita?
—Dime, viejito.
—Nuestros zapatos… ya no son solo nuestros.
—No. Ahora caminan en ellos todos los que sueñan bonito.
Y afuera, el viento bailaba también.
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