Carlos Timaná Kure
Director del Centro de Gobierno de la Universidad Católica San Pablo
La entrega del Premio Nobel de la Paz concedido esta semana a María Corina Machado es, para quien escribe, una de las más celebradas de este galardón. Machado buscó estar presente en la ceremonia de gala, pero fue su hija quien pronunció el discurso y recibió el premio en su nombre.
La ausencia física de Machado no implicó invisibilidad. Ya entrada la noche, desde un hotel en Oslo, se dirigió a quienes la esperaban en una velada marcada por la emotividad y el simbolismo político. Líderes sociales y políticos comprometidos con el retorno de la democracia en Venezuela, defensores de la libertad en Europa y América, y venezolanos de la diáspora confluyeron en un mismo espacio. Desafiando incluso los protocolos de seguridad, la líder opositora cruzó las barreras para encontrarse con ellos e intercambiar abrazos.
La presencia de Machado en Oslo revela, con más elocuencia que cualquier declaración oficial, la fragilidad del régimen de Nicolás Maduro. Para salir de Venezuela fue necesario, inevitablemente, el beneplácito de sectores de las Fuerzas Armadas. Algo similar ocurrió con la divulgación de las actas electorales, hechos difíciles de explicar sin admitir fisuras.
La presión sobre el régimen continúa también en el plano económico. La reciente retención, por fuerzas estadounidenses en el Caribe, de un buque cargado con petróleo venezolano envía una señal clara: el cerco se estrecha. Maduro parece confiar en la impopularidad de una intervención militar directa en Sudamérica entre la ciudadanía estadounidense. Pero los regímenes autoritarios rara vez caen por un solo golpe. Se erosionan, más bien, por la acumulación de grietas que terminan por vaciar de contenido su legitimidad. En ese escenario, María Corina se ha convertido en el más poderoso e incómodo símbolo que el autoritarismo aún no logra silenciar.











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