El milagro que salva al mundo

Jorge Martínez
Filósofo – Docente del Dpto. de Humanidades UCSP

Nos van a faltar los calificativos para describir el año que está terminando, pero si queremos encontrar los más apropiados, tal vez convenga hacer un repaso descriptivo de este 2020 que se nos va. 

Lo primero por señalar es que ha sido un año signado por la presencia aparentemente triunfal de la muerte. Uno diría que ha sido un año extraño también por el hecho de que hemos vivido con la tanatofobia a flor de piel, incluso suscribiendo cosas absurdas con tal de volver a sentirnos tácitamente invulnerables. ¿Vino a recordarnos esta pandemia nuestra fragilidad? ¿Ha servido esto para hacernos reflexionar en cosas que realmente importan? Creo que no. Es decir, puede que muchos de nosotros individualmente nos hayamos vuelto a plantear algunas preguntas insondables, pero si pensamos las cosas en un plano más social o político, vemos que nos han ganado el miedo, la preocupación y la perplejidad. Hemos convivido con el culto idolátrico a los científicos, aun cuando hemos sorprendido a esos científicos opinando cosas diametralmente opuestas. Hemos convivido con las torpezas de los gobiernos. Hemos consumido toneladas de información tóxica (nunca había habido esta explosión de noticias falsas como la hubo este año). Lo que esta pandemia ha venido a mostrarnos es que hemos desarrollado una preocupación paroxística por la “nuda vida”, para emplear la expresión del italiano Giorgio Agamben. Es tal el miedo a morir que solamente unas sociedades que no creen en otra cosa más que la mera vida, han podido permitir el brutal sacrificio de las condiciones normales de una existencia verdaderamente humana y plena.

Junto con esta adoración de la vida biológica también nos hemos permitido, al menos en la región, la legalización de prácticas contrarias a la vida misma. En Argentina ya tiene media sanción la legislación que autoriza el aborto sin necesidad de invocar causales. En Chile se acaba de aprobar la iniciativa de legislar en favor de la eutanasia. Ambas decisiones han sido tomadas, precisamente, en tiempo de Adviento. Vemos así, por una parte, tanatofobia, exacerbada hasta los límites de poner en juego la dignidad misma de nuestras personas. Y, por otra parte, tanatofilia, disfrazada con el nombre de “derecho” y esgrimiendo como excusa el rostro infame de una falsificada compasión. 

No hay que indagar mucho para advertir la proximidad de ambas actitudes, a tal punto que las dos tienen un origen común: el hecho de solamente creer en que la humanidad de nuestras personas comienza y termina en los límites de nuestros cuerpos. ¿Cómo romper esa circularidad a la larga mortífera? Y aquí, por curioso que parezca, pueden servirnos las palabras de una filósofa judía a quien le fue dado descubrir cuánto más hay de “mera vida” en un nacimiento. Escribe Hannah Arendt (que de ella se trata):

“El milagro que salva al mundo, al reino de los asuntos humanos de su ruina normal, ‘natural’, es en definitiva el hecho de la natalidad, en el cual se enraíza ontológicamente la capacidad de obrar. En otras palabras, se trata del nacimiento de nuevos hombres, de nuevos comienzos, se trata de la obra de la que son capaces por haber nacido (…). Esta fe y esta esperanza en el mundo encontraron tal vez su más gloriosa y sucinta expresión en las pocas palabras con las que el Evangelio anuncia la buena noticia: ‘un niño nos ha nacido’” (Hannah Arendt: The Human Condition. Introduction by Margaret Canovan. The University of Chicago Press. London, 1998. Primera edición: 1958, p. 247. Mi traducción).

Así lo leemos también en Isaías 9:5: “Un niño nos ha nacido, Dios nos ha dado un hijo”.

Se ha querido que la noche de su nacimiento, la noche más importante desde la creación del mundo, haya sido una noche de paz. Y parece que ahora, en la larga noche que ha sido este año, nos damos cuenta de que el haber nacido de noche nos está diciendo también otra cosa: por más oscuridad que haya, el Hijo del Hombre está ahí para alumbrar las tinieblas. El Hijo del Hombre nació de noche para recordarnos que la verdadera Luz es Él. Y también nos dice que la “mera vida”, la vida biológica, lo rodea en las figuras del pesebre. Ellas ofrecen un marco de calor y proveen el contexto para que la genuina vida, la del alma, o la del cuerpo al servicio del alma, adquiera su carácter de renovado principio, de nuevo comienzo contenido en cada nacimiento. Es esto lo que nos permite preguntarnos, como nuestro Patrono San Pablo en su Primera Epístola a los Corintios, 15: 55-56: ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?

Que esta sea nuestra oración de este año en la más maravillosa de las noches.

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