María Belén Medina Lecaros
Estudiante de la Escuela de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Católica San Pablo
La casa de mi abuela es el lugar perfecto para encontrar cosas que creías perdidas; antigua, con grandes ventanas, fotos de cada uno de sus nietos en las paredes y el corazón de la familia. Al entrar un domingo a su habitación, la veo intentar mover un baúl sobre el cual parece haber crecido una segunda capa de polvo.
—Carlos, hijo. Ayúdame a mover esto, por favor.
—Mamá Ana, ¿de dónde ha salido esto? —le pregunto mientras intento mover el mueble que, curiosamente, es mucho más pesado de lo que parece.
—Son cosas de tu abuelo. Tuve que haberlas donado hace demasiado tiempo. Me cuesta abrirlo, los años parecen haberlo sellado. El contenido es en su mayor parte ropa, junto a un par de cuadernos y zapatos.
Mi abuela comienza a sacar cada prenda sacudiéndola y doblándola sobre su cama, toma un abrigo de cuero que aparenta haber sido usado bastante, aunque se ve en buen estado.
—Este era su favorito. Pruébatelo; si te gusta, es tuyo.
Recibo el abrigo que me tiende con una gran sonrisa y me acerco al espejo para vérmelo puesto.
—Me gusta, pero sí que es pesado —digo, pasando mis brazos por las mangas; pero cuando levanto la mirada para observar mi reflejo, ya no estoy en la habitación de mi abuela.
Estoy en el suelo. Parpadeo un par de veces y me levanto de un mantón de lana acomodado como si fuera mi cama. A mi alrededor hay un par de sillas y una mesa pequeña. Observo mis pies, están descalzos y sucios; tengo puesto un pantalón bastante viejo que sostiene una camisa que me queda muy grande. Además, creo ser más chico que antes. Me acerco a un espejo que está en una esquina de la sala oscura, lo que creo ver es a mi yo de niño, aunque me acerco aún más y mis ojos cambian de su profundo color café a un verde encendido. Es mi abuelo, delgado y con el cabello más oscuro, despeinado por haber estado durmiendo. Alguien grita mi nombre a lo lejos; sin embargo, cuando volteo el escenario ha cambiado una vez más.
El sol me cae en la cara y escucho el sonido de una máquina funcionando. Estoy al frente de una construcción. En uno de los vidrios puedo ver mi reflejo, vestido con camisa y chaleco, ahora tengo bigote y soy más alto. En mi cabeza reposa un casco blanco que refleja una fuerte luz por el día tan brillante. De pronto, veo a dos personas salir de la edificación, llevan papeles y se dirigen a mí con una mirada expectante. Por un momento no sé qué hacer, miro a mi alrededor buscando algún indicio que me pueda decir en dónde estoy; entonces la veo, caminando por la vereda del frente, su forma de andar es inconfundible, es mi abuela. Su usual cabellera blanca luce un negro profundo. Intento ir hacia ella, camino lo más rápido que puedo, estiro mi brazo para tomarla del hombro; pero siento mis manos frías y rígidas, no las puedo mover. Ahora están sobre el volante de un auto.
Conduzco por una calle estrecha hasta que me detengo frente a una casa con grandes ventanas y flores en los balcones. Dos niños salen corriendo por la puerta; el más pequeño con el cabello revuelto y su rostro lleno de pecas, es mi papá. Me apresuro en bajar, lo alzo en brazos y lo estrecho fuerte contra mi pecho; entonces, me doy cuenta de que mi abuelo no estará con ellos por mucho más tiempo e intento alargar este abrazo tanto como me sea posible.
Me alejo un segundo para verlo a los ojos, pero ahora estoy de regreso en la habitación de mi abuela. En mi lugar, mirándose al espejo con su abrigo, está él.
El reflejo cambia entre el mío y el suyo, hasta que por fin sus ojos verdes son los míos y comprendo que las batallas que le ha dado la vida son muy diferentes a las mías. De pronto, todo parece ser más fácil de llevar, la presión del futuro me recuerda que tengo una familia esperándome en casa, siempre con un cálido abrazo. Me recuerda que la sonrisa de mi mamá lo cura todo; conversar con mi papá aleja cualquier duda; y la casa de mi abuela me regresa la paz en los ojos de alguien a quien nunca conocí. Hasta hoy.
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