Eduardo Mendoza Maque
Alumno de la Escuela de Ciencia de la Computación de la Universidad Católica San Pablo
No pensaba quedarme más de dos días; suficiente para buscar trabajo y volver a la ciudad.
Mi madre abrió la puerta antes de que tocara el timbre
—¡Miguelito!
—Hola, mamá —digo en voz baja—. No voy a quedarme mucho tiempo.
Ella suspira y me empuja suavemente hacia la cocina, sin soltarme la mano.
Al entrar, la cocina me recibe con un silencio denso: mi padrastro sentado con los brazos cruzados.
—Buenas tardes, hijo —dice él, con su voz siempre tan fuerte—. Bienvenido a casa.
—Buenas tardes, señor.
Me siento en la silla más cercana, evitando mirar el pastel con “Bienvenido a casa” escrito. Mi madre intenta cortarlo, pero la detengo.
—No, mamá, no tengo hambre. ¿Dónde puedo quedarme?
Mi madre guarda el pastel y me guía por el pasillo hasta mi antigua habitación, ahora llena de cajas.
—Perdón por el desorden, desde que te fuiste usamos el cuarto para guardar cosas.
Entro a mi cuarto y enciendo la laptop. Paso horas buscando en línea algún puesto de trabajo. No quiero un empleo local; busco algo “que valga la pena”, lejos de aquí.
Cansado, me distraigo con una de las cajas. Encuentro fotos viejas: mi madre afuera de su trabajo en la municipalidad, mi padrastro antes del accidente que lo dejó sin empleo, y una imagen de mi padre, antes de abandonarnos. Junto a ellas, los recibos de la venta de la camioneta de mi padrastro y los comprobantes de mi universidad. Caigo en cuenta de lo mucho que sacrificaron por mí. Nunca lo supe… o nunca quise saberlo.
Esa noche, mi madre saca el pastel y lo deja en el centro de la mesa. Durante la cena no puedo aguantar y pregunto.
—¿Por qué vendiste tu camioneta para pagarme la universidad? Podía haber contribuido. Ahora me siento culpable por lo que pasaron mientras yo estuve lejos.
—Lo que hice fue para darte una mejor vida, hijo.
—¿Una mejor vida? Tuve que soportar años de gritos y castigos tuyos y de mamá. ¿Dónde quedó mi infancia?
Mi padrastro intenta calmar la situación.
—Hijo, sé que no fui el mejor padre que podría haber sido. Tal vez mi forma de disciplinarte y de criarte fue muy anticuada, pero no conocía nada más. Intenté lo que sabía, e intenté ser mejor padre que el mío, pero no puedo seguir permitiendo que sigas culpándonos de todo. Dime, por ejemplo, ¿nosotros tenemos la culpa de que te despidieran por gritarle a tu jefe?
—¿¡Tú que sabrás de mi vida?! ¡No eres más que un viejo amargado que finge tener una familia! Pero ¿sabes qué? ¡Tú jamás serás mi padre!
Golpeo la mesa con el puño y sin darme cuenta aplasto el pastel. Sin decir palabra, mi padrastro se retira. Mi madre lo sigue, voltea y me mira con decepción. Me quedo solo, junto al pastel arruinado. Mi mirada se clava en las migajas del pastel durante unos minutos, parecen horas.
Me levanto y tomo mi saco. Camino hacia la puerta, pero mi madre me detiene.
—Espera.
—¿Ahora qué? ¿Me vas a venir a decir que yo tengo la culpa?
—¿Qué le hiciste a mi Miguelito? Tú no eres el niño lindo y amable que crie.
—Mejor me largo.
—Eres igualito a él.
—¿A quién?
—A tu padre.
Tengo un nudo en mi garganta que no puedo describir. Solo me voy.
Camino sin rumbo y llego a un parque. Me siento en un banco y lloro. Después de un rato, alzo la vista. Es el lugar donde solía jugar con mis padres. Recuerdo la ocasión en que mi queso helado se cayó al suelo y mi padrastro me dio el suyo.
—Muchas gracias, señor.
—De nada, hijo. Te quiero.
—Y yo a usted, señor.
Me levanto tambaleante y regreso a casa.
Al llegar, paso por la habitación de mis padres y descubro a mi padrastro llorando en silencio. Aquel hombre recio, sin emociones, está llorando. Me encierro en mi cuarto y reflexiono.
—Tal vez, todo este tiempo, no eran ellos. Era yo.
A la mañana siguiente despierto temprano. Entro a la cocina y preparo el desayuno. Mis padres se sientan a la mesa confundidos. Durante el desayuno, le pregunto a mi padrastro.
—¿Puedo ir a trabajar contigo hoy?
Él asiente y al terminar de desayunar subimos al carro. Mientras avanzamos, me atrevo a soltar las palabras que llevo dentro.
—Gracias por todo lo que has hecho por mí… Lo siento mucho por lo de ayer.
—El trabajo más importante de mi vida ha sido ser tu padre y, a pesar de todo, estoy muy orgulloso de ti. Lo de ayer ya pasó, importa más lo que harás hoy.
Hubo una breve pausa.
—Te quiero, papá.
—Y yo a ti, hijo.
El silencio ya no era abrumador: era un comienzo.
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