Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
La creciente incursión del Estado en la vida privada de las personas en nombre de los ‘derechos humanos’ está avanzando a pasos agigantados en diversas partes del mundo.
En efecto, cada vez es más común que se le encomiende al Estado una mayor participación en la promoción, la puesta en práctica y la tutela de los ‘derechos humanos’, que pretenden afectar a todas las esferas de la vida.
De este modo, se da la paradoja que muchos de los actuales ‘derechos humanos’, lejos de ser una defensa contra la intromisión del Estado, se están convirtiendo en la excusa para darle más facultades y poderes sobre los ciudadanos.
Uno de los muchos ejemplos de esto es la notable evolución que han tenido en los últimos veinte años los derechos de la niñez. Antes se consideraba que por su estado de desarrollo, resultaba evidente la necesidad de protegerlos, precisamente porque dado su nivel de madurez no estaban preparados todavía para ser independientes.
Y dentro de esta labor de protección, y por razones evidentes, los padres tenían un papel protagónico. Ahora, por el contrario, y amparado en la Convención de los Derechos del Niño y sobre todo en los dictámenes de su Comité, se ha ido abriendo paso el concepto de ‘autonomía progresiva’.
Según este, el menor debiera tratar de igual a igual con los adultos a una edad muy temprana, a fin de tomar sus propias decisiones y no ser influenciado por otros, quienes vendrían a quitarle libertad y no lo estarían tratando como un titular de sus propios derechos.
En realidad, resulta evidente que el menor tiene sus opiniones, más maduras a medida que crece. Pero una cosa muy distinta es pretender, so pretexto de ‘autonomía progresiva’, separar a los hijos de sus padres, privando además a estos últimos de su derecho a criarlos y educarlos de acuerdo a sus propias convicciones.
Además, las relaciones familiares son concebidas aquí de acuerdo a la vieja dialéctica marxista de oprimidos y opresores. Solo ello explica que esta ‘autonomía progresiva’ pretenda que los menores puedan “protegerse del poder de la familia”; de la “dependencia y subordinación de los padres”; que puedan “liberarse de los valores socialmente hegemónicos”, propios de un “orden biopolítico opresor”; y varias otras frases por el estilo.
Ahora bien, la gran pregunta que surge: si efectivamente la familia fuera una entidad “opresora”, ¿cómo evitar que, “liberados” de ella, los menores no caigan en las garras del Estado? O si se prefiere: si se los “libera” de la “maldita familia”, ¿quedarán por ese solo hecho protegidos o liberados de otras influencias verdaderamente nefastas?