Los maestros que admiramos

Jorge Pacheco Tejada
Director del Departamento de Educación – UCSP

Imagino la siguiente escena: me han invitado a un programa televisivo con ocasión del Día del Maestro y me piden que vaya con dos de los profesores que más admiro. Me imagino entonces sentado junto a la señora Rosa Remond de Acosta y el hermano Benito Campo del Río.

Todos —de alguna manera— guardamos en nuestro corazón un recuerdo agradecido por nuestros buenos maestros. Ese recuerdo se basa en una anécdota inolvidable y que es la razón de ser de nuestra gratitud.

Rosa Remond de Acosta fue mi profesora en el jardín de infancia de Lampa (Puno), un pueblito pintoresco y famoso porque en su iglesia se luce la réplica de La piedad, de Miguel Ángel. La profesora Rosa, vivía en el mismo local escolar, cruzando un zaguán. Un día nos invitó a mi amigo Víctor y a mí a su pequeño comedorcito, en cuya mesa había un plátano y dos panes. A Víctor le dio el plátano y un pan, y a mí el otro pan y un guiño cómplice que entendí perfectamente. Víctor había perdido a su madre y era lógico que su atención se centre en él.

He allí una de las razones por las que siempre he admirado a mi maestra. Su trato afectuoso, el interés por sus alumnos y sus ganas de compartir con nosotros su vida.

Luego de una larga artritis que la postró en cama y que incubó desde joven (cuando iba a la escuelita de Inambari a caballo en medio de la lluvia para cumplir con su labor de docente), mi maestra murió.

El Hermano Benito fue mi maestro —y fue realmente un maestro— en la Escuela Normal Superior, donde me preparaba para recibir el título de profesor. Me enseñó Sociología de la Educación.

Un día durante el recreo, me vio con las fichas de apuntes de su curso. Cuando se las mostré se las quedó y pensé que en clase criticaría mi trabajo. No fue así, es más, las resaltó y dijo que cualquiera que tenga unos apuntes así los podría usar en el examen. Sus pruebas no consistían en repetir conceptos sino en plantear argumentos sobre la comprensión del tema y la aplicación del conocimiento. Toda una revolución en la metodología de enseñanza y evaluación (había llegado de España), por eso nos nutría de las novedades pedagógicas de los sistemas europeos.

En estos dos maestros que recuerdo, aprecio, admiro y agradezco, hay dos grandes atributos: la preparación técnica con habilidades para la docencia y la buena relación con sus alumnos, ayudándolos en su crecimiento.

Ser maestro supone una relación humana profunda, una capacidad de comunicación que le permite detectar carencias, necesidades, potencialidades, no solo desde el punto de vista académico, también personal. La riqueza de las relaciones interpersonales entre maestro y alumno, no puede quedar opacada por una metodología que descuida la relación humana.

Un maestro admirado, es el que presta atención a los aspectos pedagógicos, al crecimiento personal, al desarrollo espiritual y trascendente de sus alumnos. Así es como se consolida su autoridad, su capacidad de influir y de ser un referente para ellos.

En el magisterio peruano necesitamos muchas ‘rosas’ y muchos ‘benitos’, que expresen interés por el desarrollo emocional de sus alumnos, de modo que su propuesta pedagógica esté cimentada y tenga sentido. Necesitamos maestros preparados en su materia y que sepan amar a sus alumnos.

Hay muchos jóvenes que piensan que ser maestro es tarea fácil. No es así. Cada día tiene su propio afán y demanda estar atento para responder con sabiduría a las demandas de nuestros alumnos. Es una constante exigencia ética para ser responsable de lo que se dice y no se dice, de lo que se hace y no se hace.

Por esta razón, Benedicto XVI, dijo “Ser maestro es tarea fascinante y difícil”. Ojalá sean cada vez más quienes se inclinen a descubrir y atender con decisión su vocación de maestros.

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