Un día como mil días

José Manuel Rodríguez Canales

Me levanto. Rezo un Padrenuestro, un Ave María y un gloria. Me cambio, me pongo la máscara, un gorro como de apicultor pero con plástico en lugar de una redecilla, me cambio de zapatos en la puerta, llamo a Lucas, el perro baja corriendo, me acompaña las dos cuadras que hay hasta la bodega, en la puerta hago una breve fila con la respectiva distancia; saludo a la señora que me dice que me cuide porque el frío aumenta y no hay hospitales, le digo que se cuide también, mientras que, con una bolsa de plástico a modo de guante, tomo los panes de una canasta y los pongo en la bolsa de tela que llevo. Salgo sin saludar a nadie, entre otras cosas porque no veo nada con el plástico empañado que tengo ante mis ojos.

Llego a mi casa, cuelgo el pan en la manilla de la puerta, me saco los zapatos con los pies y retomo los que tenía antes de salir, entro al baño de visitas, me lavo las manos y recojo el pan. Cierro la puerta de la calle y llamo al perro que entra conmigo a la casa. Cruzo el comedor, entro a la cocina, pongo a hervir agua, y comienzo a lavar primero cubiertos y platos, después las ollas que dejé el día anterior. Aquí quería llegar.

Estoy solo en la cocina y comienza dentro de mí el combate de todos los días. Hace ya un buen tiempo no creo ser especialmente inteligente o algo así. No lo creo aunque a veces alucine que sí. Y, bueno, eso es parte del combate. Son dos ejércitos con soldados diferentes y armas de todo tipo. El ejército del mal no contiene personas, eso es lo más claro. Sus soldados son todos fantasmas, creaturas de la imaginación, deformaciones de la memoria, sentimientos recónditos asociados a colores, olores, frases sueltas, eventos vagos, viejas vergüenzas y miedos, envidias, iras, avaricias, lujurias, perezas, vanaglorias, cosas no dichas ni escuchadas que aparecen como posibilidades, innumerables y si (hubiera hecho o dicho esto o lo otro), miedo a desgracias que nunca sucedieron, rabia por haber callado o dejado de actuar, o vergüenza por haber hecho o dicho.

Hay fantasmas más grandes, más sólidos si cabe. Están mejor alimentados con repeticiones, confirmaciones de defectos que tengo, profecías autocumplidas. Otros son los fantasmas comparativos: mira a este que a tu edad logró esto y lo otro. No sé, pero a mí se me caen todas las explicaciones: que si la crisis de los treinta, cuarenta o cincuenta; que papá y mamá; que tal o cual trauma de infancia o juventud; que la historia del Perú y la economía; que el racismo, el clasismo, el terrorismo, la política y la pandemia; que tus antepasados y la psicología que se repite generación tras generación o se las salta y por eso recién ahora tienes la cara del ancestro.

Todas se me  caen de las manos ante un viejo diagnóstico de la escuela primaria que todavía conservo: allievo intuitivo, non ottiene migliori risultati per il suo carattere troppo vivace, raccomandiamo studi scientifici. Como sea, todos estos fantasmas se asocian, se disocian y lanzan los mismos ataques de siempre y con una estrategia siempre similar.

Por un lado la sensación de haber desperdiciado mi vida, de no ser nadie o ser un don nadie, de ser como un niño desvalido y tonto entre triunfadores adultos, gente que sí sabe de qué va la vida. Por otro, como contraola, un desprecio olímpico e intelectual por la vida activa, como si yo perteneciera a una élite de sabios que sí sabe de qué va la vida, la verdadera, no ese ir y venir buscando lucrar al que parece reducirla el mundo.

Es decir: la desesperación de no ser nadie para nadie contrapesada por la vanagloria de sentir que uno es especial, una suerte de elegido, de predestinado con derecho a juzgar implacablemente al otro, un pequeño príncipe, una gaviota que vuela solitaria alejada del montón, un Sidarta peruano, un Demian de Yanahuara, un genio incomprendido.

Y de pronto, cuando pensaba describir al otro ejército, el de los buenos, me encuentro con que son indescriptibles como la belleza misma, indecibles, inefables, inenarrables, porque además, a diferencia del mal, no son múltiples ni cambiantes, son Uno, y son Simple, y son Infinito, y son Amor. Y, bueno como con una palmada o tronar de dedos, como quien apaga un televisor o despierta de un mal sueño (es casi, casi lo mismo), el ejército pomposo de los malos, huye con tanta velocidad que ni siquiera se ven sus espaldas, solo queda la sensación de que corren como hienas con la cola entre las piernas, como buitres dando grotescos saltitos, como cualquier alimaña de pesadillas que se hunden en la nada.

Y es, una vez más, mil veces más, la gracia, es decir, Dios mismo que alienta en el fondo del alma, que insufla el corazón de una Ternura que nadie puede quitarle a uno, una Infancia sabia, un silencio preñado de música que rebota en la pared asoleada por la mañana naciente y se hace voz de gorriones, ladridos de perros lejanos. La gracia, ese abrazo con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que tanto se parece a, perdonen la comparación, haber metido un gol en un mundial, o sacar la mejor nota, o ser querido como nadie pudo ser querido en este pobre mundo, o… bueno, tan parecido a lo que es: el Amor de Dios, aquí, en mi cocina, sí, ayudándome a lavar las ollas, aquí mi Dios pequeñito y cotidiano y al mismo tiempo el brote mínimo del infinito. Comienzo, casi sin darme cuenta a musitar un Padre nuestro. De pronto, se abre la puerta y mi esposa dice:

– ¿Pusiste el agua a hervir? ¿Qué te pasa?

– Sí. Nada.

Miro el reloj, desde que entré a la cocina han pasado cinco minutos. Me hago el resfriado mientras me seco una lágrima. No me avergüenzo, ella sabe cómo soy. Y bueno, pase lo que pase, debo decirlo: soy feliz. En medio de tanto dolor, lo soy. Con todo el dolor del mundo lo soy. Con todo lo sufrido mucho o poco, lo soy. Con mi propio, pequeño e íntimo y ridículo ser, lo soy. Y no, no es un estado emocional. O bueno, si lo es, es la expresión emocional de algo mucho más grande que cualquier emoción. O, en todo caso, es la emoción de Dios, esa energía que construye catedrales, compone música, pinta todas las bellezas posibles, recoge todas las noblezas grandes y pequeñas y grandes en la pequeñez, construye civilizaciones, salva a los hombres, eleva la maternidad y el amor de las mujeres, escribe salmos y poemas, inspira viajes y epopeyas gloriosas e inolvidables, alienta detrás de la ciencia verdadera, de la filosofía y la amistad.

Y, sobre todo, se hace familia. Esta pequeñita que es la mía. Se concentra en esos hilos tan finos que son las sonrisas de estos bebés que ahora son hombres y mujeres de bien, aunque ellos no lo sepan todavía. Entre otras miles de cosas más.

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