Semana Santa en modo Perú

Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa

Con el Domingo de Ramos comenzamos la Semana Santa, que culminará con el Triduo Pascual, en el que nuestro Señor Jesucristo viene para hacernos partícipes de su victoria sobre el pecado y la muerte. Semana Santa que celebramos en comunión con la Iglesia universal, pero desde la propia realidad y con los matices particulares de la Iglesia en el Perú, que no es ajena a la realidad social y política por la que atraviesa nuestro país, por ello es necesario que vivamos esta semana con especial intensidad y espíritu de conversión por el bien común de nuestra nación.

Hechos recientes han puesto de manifiesto, una vez más, que la corrupción y la polarización están afectando profundamente a la sociedad peruana. Ambas son consecuencias del pecado y para superarlas no basta la buena voluntad de algunos ni las promesas de otros.

Hace ya demasiado tiempo que en el Perú se está gastando muchas energías en construir muros que separan y pocas en construir puentes que unan y hagan posible conjugar esfuerzos en un proyecto común de país. Al final, nadie gana sino que todos perdemos, especialmente los más pobres. Ante esta realidad, la Pascua, fiesta central del cristiano, se nos presenta como una gran oportunidad que Dios nos da para superar esta división que, en ciertos sectores, está muy infectada de odio y rencor. Con su muerte en la cruz y su resurrección, en esta Pascua Jesucristo viene con poder para derribar los muros de enemistad y hostilidad y donarnos en su lugar la paz que todos anhelamos. Esto sólo lo puede hacer Él porque es el único capaz de cargar con nuestros pecados y reconciliarnos con Dios (cfr. Ef 2,14-16).

Así, en la medida en que reconozcamos nuestros pecados y la responsabilidad que a cada uno le compete en los males que afligen a nuestra sociedad, y nos acojamos al perdón que Jesús nos ofrece, en esta Pascua podremos quedar reconciliados con Dios y reconciliados los unos con los otros.

Jesús no viene a condenar al mundo, sino a salvarlo (cfr. Jn 3,17). Él es “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). La corrupción es consecuencia del pecado, es la forma de vida de aquellos que, tal vez incluso sin ser del todo conscientes, terminan instalados en el pecado y pierden la capacidad de diferenciar entre el bien y el mal. Por eso, una sociedad en la que quien habla del pecado es calificado como ultraconservador o retrógrado, es una sociedad que vive expuesta a la corrupción que termina descomponiéndola. Como dijo el Papa Francisco en su visita al Perú, la lucha contra la corrupción nos compromete a todos, porque la corrupción es evitable (Discurso, 19.I.2018). Para ganar esa lucha hace falta dar cuatro pasos: primero, reconocer que el pecado existe y corrompe al hombre; segundo, no querer que el Perú se siga hundiendo en el fango de la corrupción, que nos daña a todos; tercero, darnos cuenta de que solos no podremos vencer a la corrupción; cuarto, acogernos a Cristo para que sea Él quien nos libere del pecado y la corrupción, y nos capacite para, unidos en el amor y la esperanza, construir un Perú mejor. Todo eso es posible en esta Semana Santa. No la dejemos pasar sin más. Vivámosla en profundidad.

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