Perú: un país con vocación democrática

Enrique Gordillo Cisneros

Estoy feliz de haber cumplido con mi deber cívico en esta fiesta democrática. Estoy feliz porque los peruanos tenemos esa clara vocación democrática que se manifiesta en toda fiesta electoral cada vez que hay elecciones.

Me encanta que nos leemos completitos todos los planes de gobierno de todos los candidatos que se presentan, así después los saquen. Nos encanta leer más de mil páginas de propuestas sólidas y articuladas, aunque sean plagio. Y cuando no las entendemos, me gusta que siempre nos juntemos entre amigos —con pocas cervezas algún jueves— para ayudarnos entre todos a comprenderlas: traemos al amigo economista de la del Pacífico, o a algún abogado de la PUCP o algún sociólogo de la UNSA (para entender a Mendoza), y salimos de burros.

Y, por supuesto, expresamos nuestras opiniones con respeto y coherencia, intercambiando ideas constructiva y democráticamente. ¿Sectarismo? ¿Caudillismo? ¿Borreguismo ciego? ¡No, eso es para sectas religiosas, no para ciudadanos peruanos democráticamente maduros!

Me encanta que esta fiesta democrática se base en propuestas y no en show. No hacemos caso cuando un candidato acude a un programa cómico a dejarse humillar por su imitador. Más bien nos encanta que inventen sus propios bailes, como el teteo, o el del Chino; nos parece súpercoherente y muy saludable para el debate público que un señorón como Tudela salga en público moviendo la pelvis sin pudor.

Es que aquello lo tomamos como lo que es: un evento simpático pero poco influyente en nuestras decisiones: aquí no tienen ningún impacto comer chicharrón, ponerse un sombrero, tener canas efímeras en las sienes o montar a caballo hablando quechua: esto es política seria, señores.

Me encanta que los peruanos seamos tan responsables para ejercer nuestro derecho al voto y a la opinión. No comentamos nada si no hemos leído previamente, aunque ocupemos el último lugar en comprensión de lectura en la prueba PISA. Me encanta que no hagamos caso al Facebook ni a los hashtags del Twitter. ¿Memes? ¿Qué es eso?: no influyen en nuestro voto.

Como tampoco influyen en nuestra entereza democrática las cajitas de fósforos con caras de candidatos, los polos con números, los lapiceros ni hasta los condones con rostros amigables provistos por candidatos de partidos populares que alguna vez fueron cristianos. Al contrario, me da hasta ternura que quien después va a ser llamado “el señor doctor abogado Fulano de la Zutana y Menganez Peranto” se abaje fugazmente durante el periodo electoral para pasar a ser el Flaco, el Tío, la Loli, el Pupo o hasta la Puta.

Me encanta que el proceso sea así de complejo por el ánimo de respetar todas las opciones, hasta las de hacer caos o las de confundir a la gente. Me encanta que nos enredemos en la palabra escrita de una ley porque somos incapaces de ir a su espíritu. Por eso nos demoramos tanto en eliminar la tinta indeleble, el orden de voto según un oscuro número de «mesa de sufragio», y hasta aceptamos con gusto que tengamos que ir a votar —obligados— no al lugar más cercano a casa —al que podríamos ir a pie, descongestionando el tráfico ese día— sino al más lejano e incómodo. ¡A la miércoles, que el caos tiene su gustito, somos peruanos! ¡Qué hermosa fiesta democrática!

¿Y saben qué es lo más hermoso de todo? Que como no hay primera sin segunda (no es un dicho calientito de música criolla; es el mantra sagrado de las elecciones peruanas, algo así como «Lo importante es competir», que es nuestro lema en las eliminatorias de cada Mundial), habrá más fiesta democrática aún dentro de muy poquito. Lo único malo es que no hay corcho libre.

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