Misericordiosos como el Padre

Monseñor Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa

Llega a su fin el Jubileo Extraordinario de la Misericordia al que nos convocó el Papa Francisco y que comenzamos en nuestra Arquidiócesis el 13 de diciembre del año pasado. A lo largo de estos meses, los católicos hemos atravesado la Puerta Santa de la Catedral, la del Santuario de la Virgen de Chapi o de alguna de las parroquias designadas para tal efecto.

Hemos tenido numerosas celebraciones jubilares y miles de hermanos nuestros han aprovechado los confesionarios que pusimos en el atrio de la Catedral y se han confesado; muchos de ellos después de veinte, treinta o más años, volviendo a la Iglesia de la que se alejaron por diversas razones.

Todos hemos obtenido así la indulgencia plenaria y, purificados de las consecuencias de nuestros pecados, hemos quedado en mejores condiciones para acoger la gracia que Dios nos envía constantemente desde el Cielo. En pocas palabras, hemos experimentado la misericordia de Dios en nuestra vida, con lo que se ha cumplido la primera finalidad que el Papa nos propuso al convocarnos a este Año Jubilar.

La segunda finalidad propuesta por el Papa consiste en que, como fruto de la experiencia del amor misericordioso de Dios para con nosotros, transmitamos esa misma misericordia a los demás. Esta finalidad también se ha comenzado a cumplir.

Casi todos nuestros sacerdotes han estado mucho más disponibles para atender a los fieles. Numerosos sacerdotes, religiosas y laicos han salido de las parroquias para visitar hospitales, colegios, asilos de ancianos, cárceles y han realizado misiones en las periferias geográficas y existenciales, llevando a todos la buena noticia del Evangelio y haciéndoles presente el amor de Dios que no se olvida de ninguno de sus hijos.

De esta manera, la alegría ha vuelto a brotar en miles de personas y hogares. Además, nos estamos organizando para que, antes de terminar el año, cada parroquia tenga un equipo de Pastoral Sociocaritativa, cuyo centro será la Cáritas Parroquial, a través de los cuales las comunidades de fieles pondrán en común sus dones y carismas, para realizar mejor las obras de misericordia espirituales y corporales que deben formar parte de la vida de todo cristiano.

Todo esto, sin embargo, no sería suficiente si cada uno de nosotros no tomase conciencia de la importancia de que la misericordia sea el signo distintivo de nuestra fe y de nuestras relaciones con los demás.

En primer lugar, procuremos que en nuestras familias se viva el amor, la comprensión, el perdón y la ayuda mutua. Comencemos por recuperar o fortalecer, según sea el caso, la ternura en el trato entre los esposos, la cercanía entre padres e hijos y, de modo especial, la particular atención que debemos a los ancianos. Después de Dios, la familia es lo más importante que tenemos y debemos cuidarla y protegerla entre todos. Hace falta pasar más ratos juntos y que haya más diálogo.

En segundo lugar, llevemos también esa misericordia a los ambientes que frecuentamos: el barrio, el trabajo, el centro de estudios; y llevémosla igualmente a nuestros hermanos más pobres y necesitados. Puede parecer difícil, pero les aseguro que es posible si nos dejamos amar gratuitamente por Dios y —con la fuerza de Jesucristo resucitado, que recibimos a través de los sacramentos— aceptamos comenzar una nueva etapa en nuestra vida y ser ‘misericordiosos como el Padre’.

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