La tragedia de Los Olivos

José Manuel Rodríguez Canales
Doctor en Ciencias Sociales – Docente de Humanidades UCSP

Los hechos: una fiesta clandestina, una intervención policial y, como resultado de tratar de huir, trece personas mueren asfixiadas, aplastadas contra la única puerta del local que solo se abría hacia dentro.

Los responsables directos: tres grupos. El primero es el de los que acudieron a la fiesta sabiendo que era una delito; el segundo, los organizadores de la fiesta (incluyendo a los dueños del local) que también sabían que era una delito; el tercero, las autoridades municipales que debían haber clausurado un local cuyo aforo requería una serie de medidas de seguridad de los que evidentemente carecía. Comenzando por puertas antipánico.

Todo lo penal se concentra en esto. Otros deslindes importantes deberían salir de revisar si la intervención policial fue prudente y bien planificada. Parece que no.

Lo demás es ruido. Comenzando por la prolongación mediática innecesaria, irresponsable y morbosa que se convierte en la leña con la que se enciende el fuego de la indignación de las redes. Esta perversa fogata tiene su gas más tóxico en el maniqueísmo, ese afán de sentirse bueno mirando las maldades ajenas, creerse inteligente denunciando las estupideces de los demás, jurarse responsable porque los otros son irresponsables. Siempre encontraremos el mismo sonsonete: es que esta gente no entiende, suponiendo siempre que el crítico de turno no pertenece a ese grupo que llama la gente y que por eso es un juez impoluto de ellos.

Lo de Los Olivos es en realidad un síntoma más de una enfermedad del país entero. Estamos sumidos en la más profunda ignorancia. No es una ignorancia de datos, de habilidades, contenidos o procesos. Es una ignorancia moral, una grave ausencia de sabiduría, de capacidad de vivir en paz con uno mismo. Una ignorancia, finalmente, de la dignidad de las personas.

Los modelos de éxito, sobre todo para los jóvenes, son realmente miserables. Es lo que en educación llamamos el currículo implícito. Mientras que hacia afuera hablamos de valores, con nuestras acciones predicamos que estos son meras ilusiones que a lo sumo sirven para manipular, que lo realmente valioso son los más egoístas modelos de éxito. Estos modelos están cargados la ley del vivo, acuñados con la angurria por el placer y la ilusión de que ser mejor es tener más, saber hacerla. Con mayor o menor refinamiento, sea el barrio que sea, la consigna es común: el mundo es de los vivos. Modelos que están en la base de la corrupción empresarial y política, en los salones dorados del gobierno, en la corrupción elegante tanto como en la violencia callejera.

Especialmente en este tipo de sucesos tan tristes, el cristianismo y la fe nos ayudan a ver la realidad desde tres elementos fundamentales: el examen de conciencia, la penitencia y la oración. Lo primero, para saber que sea lo que sea que otros hagan, los vicios, por lo menos como semilla, están en todos y eso debería movernos a compasión; también para distinguir entre el error y el que yerra. Lo segundo, para vivir sobriamente, sobre todo en tiempos de crisis tan graves como estos. Lo tercero para pedir la lucidez que solo puede venir de lo alto y mantener la esperanza.

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