La fuerza del bien

Monseñor Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa

En la visita que el Papa Francisco hizo a una parroquia de Roma el 12 de marzo pasado, un niño le preguntó si él le tiene miedo a algo. El Papa respondió que le asusta cuando una persona es mala, porque puede hacer mucho mal.

Lamentablemente, todo parece indicar que el mal se va extendiendo en el mundo y, ante la impunidad del mal, podemos sentirnos impotentes y creer que nada podemos hacer para detenerlo. Peor aún, corremos el riesgo de habituarnos a convivir con el mal. Lo cierto, sin embargo, es que todos podemos hacer mucho para que el mundo no se siga deteriorando.

En primer lugar, todos los creyentes podemos rezar, porque aunque en un mundo pragmático y utilitarista la oración parece un espiritualismo desencarnado e inútil, la verdad es que la oración tiene un poder enorme.

Dios existe y atiende la oración que se hace desde lo profundo del corazón y con rectitud de intención. Junto con la oración, cada uno de nosotros —o incluso aquellos que no creen en el poder de la oración— puede ayudar a una o más personas que son víctimas de la injusticia y del mal.

Por ejemplo, podemos ayudar, aunque sea un poco, a una familia pobre que pasa necesidad; podemos visitar periódicamente a algún anciano cuya familia lo ha abandonado en un asilo; podemos hacer algo de voluntariado y hasta comprometernos seriamente en alguna obra de bien social.

Relacionarnos con los pobres y con los que sufren es el mejor modo de no caer en la resignación ante el mal que nos puede llevar a la indiferencia y a cerrarnos en nosotros mismos, porque la cercanía al sufrimiento nos recuerda que, en el fondo, todos somos vulnerables y ninguno es omnipotente.

Tomar conciencia de la fragilidad humana nos hace más humildes y más sabios, porque nos ayuda a darnos cuenta de que en realidad no somos autosuficientes sino que, por una razón u otra, todos nos necesitamos los unos a los otros.

A su vez, esto nos permite valorar lo que otros hacen por nosotros, sea en el seno de la familia, en el barrio, en el trabajo o en la sociedad en general. Brotará así de nuestro corazón el agradecimiento hacia los demás y eso nos llevará a mejorar nuestras relaciones humanas y a procurar hacer el bien a los demás.

En síntesis, hacer el bien nos hace bien; y haciendo el bien hacemos presente el amor que es el mejor antídoto contra el mal. La Cuaresma, que estamos viviendo en estas semanas preparatorias para la Pascua, es un tiempo oportuno para optar por el bien y decidirnos a hacer algo por mejorar la sociedad y el mundo en el que nos ha tocado vivir.

La victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte, que celebraremos en la Semana Santa que se avecina, es la garantía de que el mal no es la última palabra y de que, si así lo deseamos, también en nosotros se puede dar esa victoria sobre el mal, no por nuestras propias fuerzas sino por el poder de Jesucristo que ha resucitado y está dispuesto a darnos el Espíritu Santo que nos transforma desde dentro y nos capacita para renovar el mundo.

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