La chicha de los sueños (cuento)

Recreación de los personajes del cuento con ChatGPT.

Mareli Ruiz Ccarhuarupay
Estudiante de la carrera de Psicología de la Universidad Católica San Pablo

En el valle de Huaral, donde el sol acaricia los campos de maíz y el aire huele a tierra mojada, vivía doña Gertrudis, una mujer anciana cuyas manos guardaban el secreto de la chicha más dulce y aromática de toda la región. Su casa, pequeña y llena de macetas con geranios, era un refugio de historias. Allí, entre cántaros de barro y recuerdos, preparaba su bebida ancestral, la misma que había aprendido de su abuela y que ahora quería legar a su nieta, Lucía.

—La chicha no es solo maíz fermentado, niña —decía mientras removía la mezcla con un palo de canela—. Es memoria líquida. Cada sorbo es un pedazo de nuestra tierra, de los que vinieron antes y de los que vendrán después.

Lucía, una joven de diecisiete años, escuchaba con atención, pero sus ojos brillaban con otras inquietudes. Soñaba con estudiar ingeniería ambiental en la capital, con llevar el nombre de su pueblo más allá de las montañas. A veces, cuando doña Gertrudis hablaba de tradiciones, ella pensaba en drones que monitorearan los cultivos o en sistemas de riego que ahorraran agua.

—Abuela, ¿y si modernizamos un poco la receta? —preguntó una tarde, sosteniendo su teléfono, donde tenía guardadas fotos de técnicas de fermentación acelerada—. Podríamos producir más, venderla en otras ciudades…

Doña Gertrudis dejó escapar una risa suave, como el arrullo del río.

—Ay, niña, las prisas no son buenas para la chicha. El tiempo sabe lo que hace. Pero… —hizo una pausa, mirándola con cariño— si quieres probar, adelante. Solo recuerda: las raíces deben ser fuertes para que el árbol crezca alto.

Lucía tomó esas palabras como un permiso. Junto a unos amigos de la universidad, diseñó un proyecto: usar métodos científicos para mantener el sabor tradicional, pero optimizar la producción. Investigaron sobre levaduras naturales, control de temperatura y hasta diseñaron unas etiquetas con el rostro de doña Gertrudis, rodeado de espigas de maíz.

Los primeros lotes fueron un éxito. La “Chicha de los Sueños”, como la llamaron, empezó a venderse en ferias locales y luego en tiendas orgánicas de Lima. Lo que más sorprendió a Lucía fue que la gente no solo la compraba por el sabor, sino por la historia que llevaba cada botella. Turistas y jóvenes preguntaban por la abuela, por el valle, por el significado de aquella bebida dorada.

Una noche, bajo un cielo lleno de estrellas, doña Gertrudis y Lucía se sentaron en el patio, compartiendo un vaso de chicha fresca.

—¿Ves, abuela? —dijo Lucía, emocionada—. No hemos perdido lo nuestro, solo lo estamos llevando más lejos.

La anciana asintió, sus ojos brillaban con orgullo y algo más: esperanza.

—Así debe ser, hija. Las raíces no son cadenas, son alas. Porque lo que bien se ama, nunca se olvida… solo se transforma.

Y en ese instante, entre el aroma dulce de la chicha y el rumor del viento, Lucía entendió que el futuro no consistía en renunciar al pasado, sino en llevarlo consigo, como un tesoro que crece y se comparte.

Fin.

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