Grisel Pezo Rengifo
Estudiante del Departamento de Derecho y Ciencia Política de la Universidad Católica San Pablo
En el caserío de Cunchuri, un pequeño centro poblado en el distrito de Iparía en Ucayali, donde la espesura de la Amazonía parecía tragarse cada amanecer, el canto estridente de las aves retumbaba entre los troncos de caoba, y el rumor indeciso del río formaba un murmullo interminable, como si la selva estuviera contando sus secretos. Allí creció Isabel —una niña que apenas rozaba los diez años— y esos sonidos eran la canción de toda su infancia, presentes como recuerdos tejidos en hojas de shebon y un rocío que susurraba promesas de que, aunque la vida la llevara lejos, siempre habría un lugar al cual desearía regresar.
Una mañana, Isabel se despertó por ruidos que venían de la entrada de su casa. Era Orlando, su papá, que había regresado tras varios días internado en el monte. Era cazador y así traía comida para su familia. Cada vez que volvía, no solo traía algún animalillo o frutas exóticas, sino también historias, grandes historias. Esa noche, mientras su mujer servía la cena y los niños esperaban sentados en la mesa, Orlando les habló de los espíritus que habitaban en los árboles y de las reglas sagradas de la selva.
Ese día, les contó sobre Don Olvido y Doña Memoria.
—Dicen que viven en los rincones escondidos del monte —dijo en voz baja—. Don Olvido es silencioso, camina sin dejar huellas, le gusta robarse los detalles: nombres, rostros, colores; va borrando todo, como si la vida fuera solo un pizarrón. Pero Doña Memoria… ah, ella es terca; teje escenas con hilos brillantes, insiste en que nada se pierda, como una abuela que no deja que el tiempo le gane a sus historias.
Isabel, su hija pequeña, lo escuchaba sin parpadear, envuelta en el calor de la noche y el misterio de esas palabras. Ella no lo sabía aún, pero esa historia la iba a acompañar toda la vida.
Poco tiempo después llegaron los rumores; ese pueblito tan lindo había sido invadido por hombres armados que se infiltraban por los ríos y secuestraban niños para convertirlos en soldados. El terrorismo se arrastraba por los caseríos como un viento oscuro. Orlando no quiso esperar ni arriesgarse. Una madrugada, sin muchas explicaciones, empacaron lo necesario y dejaron Cunchuri atrás.
Isabel no entendía bien, solo sabía que debía seguir a su papá; la última vez que miró su casa, pensó en el árbol de zapote que tenían al frente, en el río y en los juegos con sus hermanos. Ese instante le bastó para recordar la historia de Doña Memoria y preguntarse si ella sabría guardar todo eso para cuando quisiera volver a recordarlo.
Los años pasaron; Isabel creció en otra tierra, más cerca de la ciudad, más lejos del verde y del barro. La selva se volvió un lugar remoto en su mente, una historia que a veces contaba como si fuera de alguien más. “Yo viví en la selva”, decía, pero no siempre estaba segura de recordar bien.
Ya adulta, madre de familia, con las manos marcadas por los días y el cabello lleno de historias no contadas, un aroma la sorprendió una tarde mientras preparaba juanes, como en cada celebración de San Juan; al abrir las hojas de bijao, un vapor espeso le llenó el rostro. Cerró los ojos y entonces volvió.
Volvió el canto de las aves, el sonido del machete de su papá entrando a casa, el barro pegado a sus pies de niña. Cunchuri la visitó sin pedir permiso. En ese instante, comprendió que nunca se había ido del todo.
—Don Olvido ha sido rápido —murmuró—, pero Doña Memoria siempre sabe dónde encontrarme.
No volvió físicamente a la selva. La ruta era difícil, el caserío seguía aislado y la vida le había trazado otros caminos. Pero en sus palabras, en sus costumbres, en su forma de saludar con un “don” cariñoso y de buscar frutos ácidos cada vez que podía, Isabel seguía siendo la niña de Cunchuri.
Una de sus hijas, nacida lejos de la selva, creció escuchando esas historias como si fueran leyendas sagradas. Con el tiempo, decidió escribir un cuento, quería que el recuerdo de su madre no se perdiera en el silencio del monte ni en el ruido de la ciudad; porque al contarlo, también contaba su propia raíz y al escribirlo, abría una puerta al futuro.
Don Olvido, con todos sus esfuerzos, no había podido borrar todo, porque el futuro también se construye con retazos del pasado. Y mientras Doña Memoria siga viva en una costumbre, en un sabor, en una historia que se cuenta, entonces Cunchuri seguirá existiendo.
Y en lo más profundo del corazón de Isabel —y de quienes heredaron sus recuerdos— siempre habrá un lugar al cual volver, aunque sea solo con los ojos cerrados.