El músculo egoísta: reflexiones posolímpicas

Jorge Martínez
Filósofo y docente de Humanidades de la UCSP

Supongamos que una persona A, hace una caminata a buen paso alrededor de un lago. Supongamos ahora que otra persona B, encerrado en una habitación, arroja un pañuelo al piso, lo recoge y repite esta extraña operación cien veces, argumentando que es exactamente lo mismo que hace A, porque el cálculo matemático de calorías gastadas, watts consumidos y tiempo transcurrido son equivalentes. ¿Es lo mismo lo que hacen una y otra persona? Depende.

Si lo que uno busca es gastar calorías, consumir watts y dejar que pase el tiempo, entonces sí, es lo mismo. Pero si lo que busca, es el deleite único de aspirar el aire cargado de olor a hojas húmedas, llenarse los ojos con las fantásticas reverberaciones de la luz reflejada en el agua del lago una mañana, revivir en cada paso; en una palabra, comprenderse en comunión con la naturaleza y agregarle a eso, el beneficio adicional para la salud, está claro que B en su aburrimiento cronometrado, difícilmente logre acceder a la experiencia no cuantificable de A.

Estos dos extremos —tal vez un poco exagerados— sirven para reflexionar también acerca del deporte mismo. Quizás B tiene razón y él, con sus flexiones para recoger el pañuelo (el ejercicio de B es también el de los artefactos deportivos fijos), practica lo esencial del deporte, si es que este debe entenderse como una actividad de bombeo cardiomuscular, o ‘efecto Schwarzenegger’.

Si el deporte es esencialmente eso, entonces hay cosas en él que son superfluas, por ejemplo, la experiencia casi estética de A. No tengo problemas en conceder que lo esencial del deporte sea lo de B pero me doy cuenta de que, en este caso —por lo menos— lo esencial no basta y tal vez tampoco sea lo más importante.

Si lo esencial ha de comprenderse en el sentido de B, ello se parece mucho a una lógica del menor esfuerzo, aun cuando la despótica pantallita de cuarzo de la bicicleta fija indique un gasto calórico superior al que hipotéticamente habría realizado A. La cinta para caminar, la bicicleta fija o la elíptica, expresan lo esencial de las actividades que imitan.

Pero ahí, los movimientos eliminan el ‘sobrante’ de la función cardíacomuscular de bombeo y, en primer lugar, el hecho de que es uno quien debe desplazarse por una parte del mundo. Ahora, al contrario, es el mundo el que finge desplazarse debajo de uno.

Además, hay que imaginarse en un parque o en una playa corriendo o caminando, en una ruta pedaleando o en un lago remando (hay máquinas ‘remadoras’), pero con la ‘ventaja’ de que no hay obstáculos por sortear, viento o lluvia que vencer, olas que dominar.

En suma, no hay nada que mirar, lo cual es grave, pues el mirar es un ejercicio de la inteligencia. No hay nada de eso. Solo un movimiento de bombeo neto, químicamente puro y despojado de todo sabor.

Solamente hay que vérselas con uno mismo y sin contacto alguno con el exterior, industrializando nuestros movimientos y haciéndolos depender de un dictatorial relojito que nos muestra lo mal que vamos.

Este modo de abordar el deporte es el correlato exacto del universo virtual donde estamos inmersos. Es un mundo de simulación, de ‘hacer de cuenta que’ y como en toda simulación, hay una vuelta infantil a la actividad de jugar.

Jugamos a que corremos, a que andamos en bicicleta, a que remamos. Pero, ¿y si el deporte no fuera ese ‘hacer de cuenta’ o ese jugar, sino otra cosa?, ¿si fuera un reencontrarse con la naturaleza, con los amigos, con la salud y hasta con Dios mismo por el camino de un esfuerzo físico moderado? Habría allí de verdad una magnífica oportunidad de formación integral.

Se podría encontrar en el deporte —así entendido— una de las pocas actividades humanas ejecutadas en entera libertad, donde cuerpo y alma se ejercitan simultáneamente. El efecto Schwarzenegger puro no sirve, porque no nos pone en contacto con nada más que con nosotros mismos (¿ha visto usted, lector, la cantidad de espejos que hay en los gimnasios, por no hablar de los esperpentos musicales que suelen oírse allí y que hacen imposible el menor diálogo?), privándonos de la ocasión de aprender cada día algo nuevo en la comunicación con los otros o con la naturaleza.

Imagino a B como un perfecto egoísta, uno de esos que quieren triunfar a cualquier precio, llevándose todo por delante, pues no está habituado al trato con el mundo real y con el prójimo.

No hay garantía de que A no lo sea también, pero se me ocurre que tiene más posibilidades de no serlo. Así entonces, nuestro ejercicio de calentamiento antes de la práctica deportiva, debería ser un ejercicio de la lucidez. Lo demás vendrá por añadidura, como está prometido a las buenas personas. Entonces sí, A podrá aprovechar las indudables ventajas del efecto Schwarzenegger, que por cierto las tiene y no hace falta recordar aquí.

 

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