Conversar, calcular, preferir

Jorge Martínez
Filósofo y docente de Humanidades de la Universidad Católica San Pablo

Entre las muchas cosas que debemos a los griegos (a los antiguos; a los actuales tal vez poco o nada), está la idea de que la convivencia en comunidades políticas, tiene un rasgo distintivo sobre cualquier otro tipo de convivencia. Esa característica especial, es que, en esa manera de convivir, la palabra lógos tiene el papel central. Se trata de erigir un tipo de comunidad y de convivencia, donde el diálogo y la conversación no sean solo un medio, sino una manera de coexistir.

La palabra ‘conversación’, tiene una interesante etimología que expresa la profunda comprensión latina del significado griego del diálogo. ‘Conversar’ está relacionado con ‘convertir’, con la acción de dar vuelta algo, de hacerlo girar, de hacer cambiar de opinión con buenas razones. El diálogo griego también es eso: tiene que ver con un discurrir, con un charlar junto a otro.

El verdadero diálogo político no es un intercambio de monólogos; su razón de ser es la inquietante conciencia de que la verdad —en política— no tiene propietarios privados. Naturalmente, el tema prioritario de la conversación política es el bien de la comunidad y la plenitud personal de los ciudadanos, en lo que ellos tienen de más humano, a saber, sus inteligencias y voluntades.

Se trata de conversar sobre asuntos muy delicados que, no admitirían otro tratamiento más que el del diálogo y la exposición permanente de buenas razones. Probablemente un pueblo con menor genio filosófico que el griego (como los romanos), no podría haber teorizado en profundidad el tipo de convivencia conversacional, dialógica, que es la política y por qué eso, marcaba las diferencias con los bárbaros, llamados así porque su habla no solamente era cacofónica, sino también políticamente estéril.

Sin embargo, la falta de genio filosófico-romana, fue compensada por una formidable percepción de la importancia de las instituciones, cosa que entre los griegos no era tan explícita. Griegos y romanos, aportan cada cual, lo esencial de la vida política de Occidente, a saber, la idea de una convivencia en la cual, las instituciones proporcionan la necesaria estabilidad a la cultura de la conversación, del convencer o del convertir al otro mediante argumentos sólidos.

En realidad, el contacto de esta manera de pensar con el cristianismo, no le afectó en lo sustancial e incluso, tanto la perspectiva salvífica cristiana como la puramente política, quizás se beneficiaron mutuamente, ya que el puesto de la razón no fue menoscabado en modo alguno por el cristianismo.

En el prólogo del Evangelio de Juan, vemos confirmada la importancia del lógos, de la palabra: Jn 1, 1-5. El Dios de los cristianos es también un Dios que habla y es, esencialmente, palabra, lógos. Si hubiese que resumir este legado, diríamos que se trataba de actuar con y por razones defendibles ante y con otros.

Con el advenimiento de la civilización tecnológica —especialmente de la reconfiguración cibernética de la vida cotidiana—, estas cosas han sufrido un cambio notable. La lógica interna de funcionamiento de las máquinas, paradójicamente llamadas ‘inteligentes’, no precisa de los criterios de la verdad o la mentira, sino del cálculo de eficacia o ineficacia.

En un mundo de estas características y fascinado por la automatización, las grandes preguntas sobre la existencia, tienen el sabor de un tiempo pasado y carecen de gravedad. En realidad, esas preguntas son reacias a ser calculadas, pues no hay cálculo aplicable a ellas. ‘Cálculo’ viene del latín calculus, que significa “piedrecita”. Es lo que se empleaba para hacer cuentas, pero también un calculus es la piedrecita en el calzado que nos impide caminar.

Por cierto, la cibernetización de la vida, despoja a la existencia de su dramatismo inherente y no parece inocente el empleo del término ‘cibernético’, para referirse a este modo de vivir y convivir. El criterio aquí no es el del diálogo, el de la búsqueda en común de la verdad. La verdad, incluso, ya no tiene sentido frente a lo eficaz.

Esta es la era que está más allá de la verdad, la época de la postverdad. De esto habla el ensayista italiano Gianni Vattimo, en un libro cuyo título es muy significativo: Adiós a la verdad. En la nueva verdad, el criterio es la preferencia personal y no la necesidad de dar buenas razones, de convencer.

‘Preferir’ viene del latín praeferre, que significa “anteponer”, “poner por delante”. En este caso, se trata de anteponer a la razón solo los gustos personales, ya no más necesitados de otra legitimación que la propia voluntad. Si la única credencial de legitimidad de las propias opiniones es lo que a uno le gusta, parece claro que la convivencia política tenderá a parecerse a esas coreografías de discoteca en las que cada cual, solo atiende a sus propios movimientos.

No es casual que esto esté acompañado de una música ensordecedora que impide, precisamente, conversar. La convivencia política así entendida, resulta entonces un espectáculo grotesco, una danza convulsionada y silenciosa. Un baile en donde no hay diálogo, sino monólogos.

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