¡Resucitó!

Monseñor Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa

¡Verdaderamente ha resucitado el Señor! Es la exclamación con que los apóstoles y las santas mujeres anunciaron la resurrección de Cristo en ese domingo de hace casi dos mil años. Una exclamación llena de gozo después de que ellos, la Iglesia naciente, al ver a Jesús muerto habían perdido la esperanza y creído que todo había sido una mera ilusión y que el Mesías que el pueblo de Israel esperaba todavía no había llegado.

Ahora, en cambio, se daban cuenta de que habían estado equivocados y que, en efecto, Jesús de Nazaret es el Mesías que vive para siempre, el Hijo de Dios vivo y verdadero que tiene más poder que el mal y que la muerte. Desde entonces, la Iglesia no ha dejado de anunciar esa buena noticia que cambió el curso de la historia de la humanidad.

La anuncia y la celebra todos los días, pero de un modo especial al concluir la Semana Santa, en la que se conmemora con una intensidad particular la Pascua de N.S. Jesucristo, su paso de este mundo al Padre, que es también nuestra Pascua.

La resurrección de Jesucristo es la prueba irrefutable de que Dios ha acogido su entrega en la Cruz y, en virtud de esa sangre derramada por obediencia a Dios y por amor a nosotros, Jesús ha obtenido el perdón de nuestros pecados, nos ha reconciliado con el Padre y prepara para nosotros una morada en la plenitud de su Reino.

La resurrección de Cristo pone de manifiesto que nada ni nadie puede vencer el amor de Dios. No existe ningún poder, en los cielos ni en la tierra, que sea más fuerte que el amor de Dios. Ya podemos los hombres traicionarlo, negar su existencia, sentirnos autosuficientes, no aceptar sus mandamientos y vivir sumergidos en el pecado, que ni siquiera eso será capaz de abolir el amor que Dios nos tiene. Jesucristo crucificado y resucitado nos ha revelado que Dios es rico en misericordia, amor sin condiciones, sin límites.

Un amor que lo llena todo y que es capaz de comprender a cada hombre, varón o mujer, joven o anciano, y justamente por eso nos extiende cada día la mano a todos para levantarnos y hacernos partícipes, gratuitamente, de su resurrección y su vida eterna. Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia, que nos gloriamos de profesar en Cristo, Señor nuestro y Señor de la historia.

Una fe que no siempre es fácil de mantener porque no nos ahorra fracasos, sufrimientos o incomprensiones. Pero, con su propia vida, Jesús nos ha enseñado que vale la pena pasar por todo eso y, con su resurrección, nos ha dado la garantía de que vivir la verdad en el amor, aun en medio de la dureza del mundo y las dificultades del camino, es la vía que desemboca en la eternidad.

Una vía que podemos recorrer gracias al Espíritu Santo que Jesucristo resucitado dona a sus discípulos y que nos mantiene unidos a Él de modo que, como dice san Pablo, ninguna criatura puede separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rm 8,39).

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