La identidad se acepta y se cultiva

Manuel Rodríguez Canales
Teólogo

La identidad no se construye, se acepta y se cultiva. Para cultivarla se construye una compleja y rica red de relaciones personales, desde las más esenciales a las más prescindibles. Cuando esta construcción se hace sobre la base de errores en la percepción de la propia realidad, pasiones desorientadas o intereses egoístas, la identidad se oscurece y la persona la pierde de vista, al perderla de vista sus relaciones se rigen por el cálculo y la hipocresía que surgen del afán de buscar valoración fuera de sí misma.

Se construyen también los hábitos y las actitudes. Por ellos, en cierto sentido ‘nos hacemos a nosotros mismos’. Si nuestros hábitos nos alejan de nuestra identidad se convierten en vicios y esclavizan nuestros pensamientos, emociones y sentimientos a pasiones tóxicas que nos convierten en personas falsas y hacen de nuestra vida una especie de patraña sin contenido humano.

La identidad es el dato y la tarea más importante y urgente del ser humano. Como dato se nace con ella, como tarea se cultiva. Ninguna de las dos cosas —aceptar el dato y asumir la tarea— se logra sin buscar el bien y la verdad. El relativismo es tierra infértil para cultivar la identidad. Y, guste o no, un dato fundamental de la identidad de cada persona es su sexo. Ser hombre o ser mujer no se reduce a lo biológico, abarca todo el ser de la persona, pero ni se diluye en la interacción social y los hábitos adquiridos ni se construye arbitrariamente por motivaciones inconscientes.

Por esta razón, un hombre que no acepta su masculinidad o una mujer que no acepta su feminidad difícilmente podrá integrar su personalidad. Tampoco podrá hacerlo quien no acepta su propia historia, su figura física o sus errores. Sé que esto se dice fácil y suena como algo duro y definitivo, pero en realidad no es así. Debemos considerar que la vida es cambiante, que son innumerables los factores buenos y malos que nos influencian, que somos débiles y nuestras decisiones, precarias.

Por eso la aceptación y el cultivo de la propia identidad exige el reconocimiento de los propios límites y cualidades tanto como de los vicios y taras de nuestra psique, algunos de ellos insuperables a veces por un tiempo, a veces de por vida.

Esta aceptación está muy alejada de una resignación amarga, es, se me ocurre, todo lo contrario: una lucha dulce. Por eso se aleja de juicios implacables sobre uno mismo o los demás. La aceptación serena y bondadosa nos hace salir de nosotros mismos al encuentro de los otros para hacer el bien que eso es exactamente lo que significa el amor: la búsqueda del bien común.

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