Renato Sumaria del Campo
Periodista – Director del Quincenario Encuentro
Cuando la demagogia se apodera de la prensa, lo más probable es que el periodista deje de transmitir información o emitir opiniones y comience a soliviantar al público al punto de sacarlo de sus casillas. He sido testigo de eso en muchas ocasiones, sobre todo, en la radio. Recuerdo un caso en particular.
Corría el año 2007 cuando un ‘exitoso’ locutor radial —que, para más señas, luego fue tres veces candidato a la alcaldía provincial— lanzó, en el contexto de un paro regional, una retahíla de insultos contra los medios nacionales que no cubrían la medida de fuerza “como el pueblo quería” y llamaba a la masa a “poner las cosas en su sitio”. Fue, evidentemente, una campaña a favor de la violencia que terminó con el ataque cobarde a corresponsales arequipeños que solo hacían su trabajo: informar.
Aquellos arrebatos de este locutor y sus acompañantes me han hecho pensar en un tema importante para todo periodista: la demagogia.
El periodista demagogo, en el fondo, es incapaz de someter el sentir popular a la objetividad y hace eco de los sentimientos más descontrolados; en ese momento, trastoca la función social de la prensa.
Alguna vez, Daniel Santoro —aquel periodista argentino cuya investigación sobre el tráfico de armas a Ecuador durante el conflicto con Perú mandó a la cárcel a Carlos Ménem— dijo lo siguiente: “No solo hay demagogia política; también hay demagogia periodística en aquellos colegas que se montan sobre el humor de la opinión pública y no tienen el coraje de decir la verdad”.
Santoro describe, sin querer, a los demagogos de la prensa radial. Primero: montarse sobre el humor de la opinión pública es demagogia. Segundo: la demagogia es falta de coraje.
El periodista demagogo, en el fondo, es incapaz de someter el sentir popular a la objetividad y hace eco de los sentimientos más descontrolados; en ese momento, trastoca la función social de la prensa. Queriendo manipular termina siendo manipulado por su propia fuente, se convierte en títere de su público. Entonces, comienza a preciarse de lo que comentan de él en el taxi, en el barrio, en el mercado; eso le exalta el orgullo, le hace olvidar su ignorancia y se siente un héroe, por eso no deja de insultar. Le tiene tanto miedo a la opinión pública que ha decidido someterse a lo que ella le diga a través de una llamada telefónica, cobra sueldo por gritar cuando le deberían pagar por ser objetivo.
En Arequipa, hay algunos demagogos que se hacen llamar periodistas. Estén muy atentos, “amables oyentes”, sintonizarlos es alentarlos y eso no nos ayuda a crecer como sociedad.
El campo de acción del periodista debe estar regado por la objetividad, no por el insulto gratuito ni la opinión sin sustento. Quienes ejercemos el periodismo sabemos que uno de los factores de calidad en el trabajo es el balance: darle a cada una de las partes el espacio para expresar su posición.
En Arequipa, hay algunos demagogos que se hacen llamar periodistas. Estén muy atentos, ‘amables oyentes’, sintonizarlos es alentarlos y eso no nos ayuda a crecer como sociedad.
Gracias a Dios, Arequipa también tiene hombres y mujeres de prensa dignos, objetivos y honestos, lo que nos hace guardar la firme esperanza de que la violencia y la manipulación que promueven algunos, desde una mal concebida ‘libertad de expresión’, nunca se impondrán.