Autoridad: Sustento del liderazgo

Ricardo Valdez Cornejo
Director de Glo-Val Consultores
Docente UCSP

Dos premisas a manera de preguntas para iniciar: ¿liderazgo es lo mismo que jefatura?, ¿poder es lo mismo que autoridad?

Vamos más allá de los conceptos lingüísticos y de lo consuetudinario. Analicemos realmente qué ocurre y cómo debiera ser el enfoque de las cuestiones en mención.

En las organizaciones, se suele confundir liderazgo con jefatura. El primero es la capacidad de ser seguido por las personas sin necesidad de que medie un poder establecido. La segunda es producto de una necesidad organizacional de ordenamiento y control.

El poder es investidura, merecida o no, otorgada por un organismo superior tanto al jefe como a sus colaboradores. La autoridad es un privilegio moral adquirido. Por tanto, la primera se adquiere por gracia de un ente superior en la escala jerárquica y la segunda se gana por merecimiento propio, al ser ejemplo vivo respaldado en los propios actos.

La autoridad es un privilegio moral adquirido. Por tanto, se gana por merecimiento propio, al ser ejemplo vivo respaldado en los propios actos.

Vamos a ejemplificar de forma muy simple: un padre maltratador que se hace obedecer por la fuerza tiene poder, pero no tiene autoridad. Aquel padre que con una sola mirada es capaz de corregir y hasta de intimidar al hijo más rebelde tiene autoridad. Igual ocurre en las empresas.

Por tanto, se entiende que para ejercer autoridad se requiere ser modelo, tener experiencia, poseer habilidades blandas, como la empatía, la asertividad y el carisma, y si esto se respalda con títulos académicos, mejor aún.

Por el contrario, para ejercer el poder, solamente se requiere ser investido. No es malo, todo lo contrario, pero ese poder sin autoridad simplemente no es sostenible.

Entonces, la autoridad acompaña al liderazgo y el poder, a la jefatura.

Un directivo de alguna organización que es capaz de completar sus habilidades ejecutivas y de liderazgo podrá considerarse un profesional destinado al éxito y a ser reconocido no solo por sus logros económicos, sino también por su contribución al desarrollo humano.

Se entiende que para ejercer autoridad se requiere ser modelo, tener experiencia, poseer habilidades blandas, como la empatía, la asertividad y el carisma, y si esto se respalda con títulos académicos, mejor aún.

Así como la autoridad se gana, también puede perderse. Los casos más comunes se ven cuando quienes ejercen el liderazgo zozobran en sus cualidades al dejar de ser modelos a seguir, cuando utilizan la fuerza y la prepotencia para conseguir obediencia o cuando no se involucran sinérgicamente con sus seguidores.

Seguramente el poder sigue acompañando a estos directivos, pero la autoridad, no.

Y, entonces, empieza un círculo vicioso que no suele terminar positivamente. Primero, los colaboradores más cercanos empiezan a dudar de las capacidades de la persona que ejerce la dirección. Posteriormente, lo hacen las personas de un círculo más amplio y, posiblemente, otros grupos de interés, como los clientes, los socios y los proveedores. Finalmente, la pérdida total de prestigio que podría ir acompañada de una dolorosa separación de la organización.

Perdida la autoridad, ergo, se pierde el poder.

Sin embargo, cuando se pierde el poder, no siempre se pierde la autoridad. Esta se mantiene y, en ocasiones, se fortalece, respaldada por personas que ven en el líder un ejemplo vivo de comportamiento en el interior y el exterior de la organización.

Por tanto, poder y autoridad no son lo mismo. Jefatura y liderazgo, tampoco. Se debe privilegiar en las organizaciones a los líderes con autoridad y no a los jefes con poder, cuando se trata de formar, investir y fortalecer a quienes ejercerán la dirección.

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