A propósito de la esperanza

Manuel Rodríguez Canales
Teólogo 

Leo la Spe salvi. Nunca he ocultado mi profunda admiración por la obra del papa emérito Benedicto XVI. Estoy bastante lejos de haberla leído toda, pero todo lo que he leído me ha llenado siempre de esa hermosa forma de la esperanza que se llama razón. Justamente por su defensa de la razón es que me llena de esperanza.

Me explico. En especial esta virtud es una virtud de razón, una forma de inteligencia que justamente lee dentro y, por eso, ve más allá de las apariencias lamentables que este pobre mundo tiene.

La esperanza hace cotidianas las promesas, nos las pone en las manos, nos abriga ante el viento helado del sinsentido, calienta nuestro corazón para abrazar al hermano haya hecho lo que haya hecho, sufra lo que sufra. Nos levanta de nuestras propias postraciones con el cariño de una madre. Nos llena de confianza en el perdón.

Hoy son mucho más graves las enfermedades morales y espirituales que las físicas. Hemos logrado salud gracias a la tecnología; se ha prolongado la vida y ha crecido el bienestar temporal pero también la desigualdad y la indiferencia; nos hemos vuelto leprosos, ciegos, cojos, tullidos morales; llenos de mentiras íntimas y públicas; curtidos de engaños y corrupción admitida ya por cansancio, nuestros ojos se han hastiado de la desesperanza y sus disfraces de autoayuda, sus optimismos vacíos, sus sentimientos de solidaridad forzada, sus defensas de vicios innombrables en nombre de una caricatura de la libertad; nos hemos cansado de ver el amor no amado, traicionado, vilipendiado y arrastrado por las pasiones; nos duele la frialdad con la que se defienden crímenes contra los más inocentes, la serenidad neurótica con la que se miente en público.

Pues bien, en medio de esta tempestad de miseria y estupidez hay una virtud pequeña, una luz mínima pero invencible por racional. Se llama esperanza y nos dice todos los días que somos amados con locura por un Dios Padre que nos ha entregado a su Hijo para que, respirando su mismo Espíritu, le demos una mano al hermano que sufre y, olvidándonos de nosotros mismos y de todas las tristes noticias de nuestras miserias, le demos el corazón, soñando con que algún día este mundo arda de amor gracias a la pequeña hoguera en la que poco a poco nos convertimos, gracias a ella.

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