Carlos Timaná Kure
Director del Centro de Gobierno de la Universidad Católica San Pablo
El intercambio de declaraciones entre Donald Trump y Volodímir Zelenski ha tomado por sorpresa a más de uno. Que el presidente de EE. UU., principal proveedor de ayuda militar a Ucrania, tildara de “dictador” a su homólogo ucraniano y le reprochara el inicio de la guerra es una declaración que, por su dureza, contrasta con sus promesas de campaña de seguir apoyando a Kiev.
Los medios han interpretado esto como un giro en la postura de Trump, sugiriendo que ahora busca alinearse con Vladimir Putin para poner fin al conflicto, incluso si eso implica reconocer las conquistas territoriales rusas. Para Ucrania, esto representaría un sacrificio devastador.
Sin embargo, este análisis tiene grietas. ¿Por qué le convendría a EE. UU. fortalecer a un Putin que sueña con restaurar el poder imperial perdido con la caída de la Unión Soviética? Algunos sostienen que Washington busca liberar recursos para enfocarse en la contienda estratégica con China, pero asumir que Rusia simplemente saldrá del tablero geopolítico es una ilusión.
Mientras tanto, las negociaciones en paralelo –con EE. UU., Europa y Ucrania reunidos en Múnich, y el equipo de Trump dialogando con Moscú en Riad– sugieren que la Casa Blanca busca una vía para desatascar un conflicto que ya supera los tres años y ha cobrado más de un millón de vidas.
Por ahora, el desenlace sigue siendo incierto. Pero, si algo está claro, es que la guerra en Ucrania no es solamente un problema de Europa del Este, sino una pieza clave en la reconfiguración del orden mundial. Habrá que ver si Trump logra su cometido o si, como en tantas otras ocasiones, la paz sigue siendo una promesa inalcanzable.
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