Monseñor Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa
Como lo hago periódicamente, hace una semana visité el penal de varones de Socabaya. Escuchar a los presos y hablar con ellos es siempre una experiencia fuerte. Cada uno tiene su propia historia, como la tenemos nosotros, con sus sufrimientos, errores y esperanzas.
No faltan quienes cargan con injusticias ajenas, sean aquellas las que terminaron por volverlos delincuentes, o la mayor injusticia: estar en prisión siendo inocente. Unos y otros, además, sean culpables o no, cargan la gran injusticia del sistema carcelario peruano. Viven hacinados debido a la sobrepoblación carcelaria, no pocos en condiciones inhumanas y, en general, carentes de medios eficaces que los ayuden a rehabilitarse.
Todo esto más allá de la buena intención de quienes los custodian, es decir, los miembros del INPE, entre los cuales hay gente muy buena y sacrificada que cumple su misión en condiciones muchas veces también adversas.
Desde los inicios del Cristianismo, la Iglesia ha prestado especial atención a los presos. No por un puro humanismo ni por ver en ellos a gente cuya necesidad se puede aprovechar para conseguir prosélitos, sino movida por el amor de Dios “que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos” (Mt 5,45).
El amor cristiano tiene las características del amor misericordioso de Dios, refleja su magnanimidad y su bondad y, por tanto, el cristiano ve siempre en el otro a su prójimo, independientemente de sus virtudes o pecados, de aquello que puede aportar a la sociedad o afectarla.
Además, en el caso concreto de los presos, la Iglesia tiene siempre presente las palabras de Jesús: “Estuve en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25,36), palabras con las cuales Jesús nos revela que Él mismo está presente en cada cárcel y unido a cada interno, aunque el modo en que lo está pueda ser un misterio para nosotros y muchas veces no seamos capaces de ver en un delincuente el rostro de Cristo.
Sin embargo, cuando uno vence sus prejuicios y sus miedos y se relaciona con los presos descubre en ellos, incluso en los más avezados, ese deseo que todos tenemos de amar y ser amados, ese anhelo de Dios que habita en el corazón de cada persona. Desde esa perspectiva, llevar a los encarcelados al encuentro con Dios es una tarea bellísima, aunque no siempre fácil por las heridas y desconfianzas con las que han sido marcados.
A partir de esa experiencia y sin perjuicio de otros medios que desde hace bastante tiempo usamos en la pastoral penitenciaria y que son de ayuda para los presos, el año pasado comenzamos en el penal de Socabaya un itinerario de gestación comunitaria en la fe, cuyos primeros frutos he podido constatar en mi reciente visita.
Uno de los presos me contaba que da gracias a Dios por estar en la cárcel, porque fuera de ella nunca lo habría conocido. Otro me decía que vive feliz, pese a las condiciones adversas de la prisión, porque experimenta la presencia de Jesucristo Resucitado en su vida.
En fin, en los presos de esa pequeña comunidad de Socabaya, que se han abierto al amor de Dios, he visto una alegría y una paz que nunca he encontrado en aquellos que, creyéndose libres, viven de espaldas a Dios y en realidad están encerrados en la cárcel de sus propios pecados.
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