José Manuel Rodríguez
Doctor en Ciencias Sociales
Docente de Humanidades de la Universidad Católica San Pablo
Cuando una sociedad se ha esterilizado por la belleza, el bien y la verdad, la gente vive como el planeta: en círculos de rotación (la rutina inmediata) y de traslación (se repiten con los años los mismos patrones). A su vez, estos círculos retroalimentan a la sociedad en sí, que se convierte en un universo vacío de sentido.
Lo podríamos decir con una figura menos cosmológica: vivimos corriendo como hámsteres, cada uno en su rueda, mientras esa rueda a su vez, gira como parte de un carrusel y ese carrusel, es una pieza de alguna otra cosa más grande que también gira.
Esta es la parte en que vienen a mi cabeza, las evocaciones de lo leído y visto, a lo largo de los años. Kundera, Kafka, Auster, Camus, Sartre, Gide, Malraux, Mann, Hesse, Coetzee, Buzatti, Gorki, Tolstoi, Dostoiewsky y así hasta Sófocles, se me acumulan en el mismo librero, una sección que podríamos llamar testigos de la desesperanza.
Entiéndaseme bien, no es una descalificación. Al contrario, ese librero es hermoso y está cargado de esperanza, justamente por la precisión con la que esos grandes escritores han descrito su ausencia, han pintado con agudeza ese horrible sinsabor que producen los círculos cerrados y, al hacerlo, nos señalan un más allá, que todos añoramos de alguna forma.
Claro que esto último, es siempre mi personal lectura cristiana, lectura que de ninguna manera pretendo que sea la única interpretación de estos textos. Solo es la mía y me es inevitable.
No quiero spoilear Maid, una de las mejores series que he visto. Descarnada sin ser truculenta, sin pretensiones de darnos una moraleja, sin monstruos abominables que se enfrentan a héroes o heroínas impecables, la historia se concentra en el valor femenino que brota de una sola fuente: la vida, específicamente la maternidad.
Narra la maternidad. La maternidad es la protagonista. Con esa manera tan peculiar de combinar la ternura con una feroz resistencia a cualquier sufrimiento y maldad, la maternidad rompe el círculo, dice que ya basta, que no tenemos por qué seguir dando vueltas en la violencia, la mediocridad y el miedo; que no tenemos que negociar nuestra vida para sobrevivir; que en el ser más frágil se concentra la más grande fortaleza cuando encuentra su dignidad.
La madre mira al hijo pequeño. Nadie más que ella puede protegerlo. Nadie más que ella está entre el ser humano indefenso y un mundo de violencia y maldad. Justamente por eso se agiganta y resiste decepciones abismales, angustias mortales, pantanos de tristeza que parecen infinitos. Como hombre, siempre me he arrodillado ante este misterio y no me cabe duda que de Dios viene y a Dios conduce. El Amor muestra su cara más verdadera en él.
Un viejo escrito cristiano, celebra que, con la resurrección de Cristo, se rompió el círculo maldito. Algo de esto —nada nuevo—, la parábola por la que una persona rompe con los errores circulares del pasado, es lo que nos enseña esta bella y dolorosa serie. Entre otras muchas otras cosas, claro.
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