Los presos y el objetivo de la justicia

Juan David Quiceno
Filósofo y docente de Humanidades de la Universidad Católica San Pablo

Si hiciéramos una consulta abierta en la calle, preguntando si las personas están o no de acuerdo en donar dinero a los presos o si están de acuerdo en que sus impuestos se usen para mantener las cárceles, probablemente, el común denominador respondería que no; probablemente, también, muchos expresarían una sensación de injusticia porque dirían que además de ser gente nociva para la sociedad, no parece adecuado mantenerlos económicamente.

La respuesta en parte es verdadera y en parte también, es una manifestación de la incomprensión de la virtud de la justicia. Desde Platón en adelante y sin que podamos asumir el enorme rodeo argumentativo que supone este asunto, es una virtud que busca dar a cada uno lo que le corresponde, según su dignidad, capacidades y actos.
En el caso del ofensor, diríamos que la aplicación de esta, es un ejercicio de equilibrio. Es decir, a un daño o mal cometido, le corresponde una pena que lo satisfaga. Se dice justicia en atención a que se repara un daño a partir de un castigo imputado. En este sentido, no parece muy lógico el hecho que la sociedad pague económicamente por personas que han causado daño, sin embargo —decíamos— esto no es del todo correcto.

Muchas de nuestras sociedades contemporáneas, han quedado satisfechas con esta perspectiva de equilibrio que lleva en su corazón un profundo desbalance. En otras palabras, cuando se habla de equilibrio entre lo hecho y lo pagado, encontramos siempre un profundo desequilibrio.

El mal causado no es algo que se pueda reparar. El mal, normalmente, tiene un carácter irreparable, por eso, el perdón es tan importante en la vida del hombre. De aquí su vínculo con la religión, es decir, que le competa directamente a Dios porque solo él puede extinguir el mal; sin embargo, sin el perdón humano, tampoco existiría la posibilidad de iniciar nuevos cursos de vida.

Es interesante recordar en este punto que, cuando algunas ciudades medievales cristianas empezaron a tener cárceles para aislar a los ofensores, el objetivo fundamental de dicha separación era el arrepentimiento y la conversión del pecador. Es decir, que el malhechor vuelva la vista sobre sus actos, pida perdón y ‘satisfaga’ la pena impuesta por la sociedad, con la intención de que, al convertirse, pueda cambiar males por bienes en su futuro actuar.

El mal solo acepta el perdón. Perdón no significa olvido. La memoria del mal cometido es y será siempre una exigencia de la persona y de la sociedad para no volverlo a cometer, es decir, el recuerdo del mal realizado o padecido —en este caso—, debería ser el camino a actuar de otro modo.

No es un recuerdo que juzga con odio, sino una memoria de reconocimiento, de dolor, pero de paz. Esta seguramente es la tarea del preso que, ‘separado’ de la sociedad, debería reflexionar sobre su realidad y cambiar —como decíamos—, males por bienes. Algo que seguramente será imposible sin que la sociedad misma lo acepte y lo integre a la comunidad del bien.

Hay que recordar, por otro lado, que no todos los presos son iguales. Hay quien está en la cárcel porque le corresponde, quien está por fallos del sistema jurídico, porque asume el lugar de otro, por innumerables injusticias, etc. Eso nos dices que, el juicio exterior o de la calle, no hace completa justicia al corazón del “separado”.

En muchos casos, aquellos que se convirtieron en victimarios, fueron también víctimas. Esto no significa justificación, sino comprensión. La sociedad será siempre más digna y más ‘perfecta’ —si cabe la expresión—, cuando su capacidad de convertir a sus integrantes al bien, es más fuerte que la de corromperlos. En ese sentido, asumimos tolerar el mal e incluso sostenerlo, porque pensamos que es posible la conversión y el cambio de actitud. Pensamos que el recuerdo del mal, puede permitir que, con perdón, las personas hagan de su vida un camino de servicio a la misma sociedad que hirieron.

Los males serán siempre irreparables, pero no está dicho que la sociedad deba pagar mal con mal. Salvo en los casos que el ofensor persista en su error y en su deseo de hacer lo que no debe; allí la sociedad tolera separar a sus miembros, sin dejar de tratarlos como tal. Es el precio de la dignidad humana.

Eso significa que, en su maldad, es testigo de la bondad de la sociedad y de la bondad de Dios. Es esto lo que libera al hombre. Sin la caridad, sin el perdón que es palabra y acción, no es posible la reconstrucción. Por eso debemos recuperar el sentido de las cárceles originales. Debemos pensar que es posible devolver el sentido de humanidad perdido o descarriado, que es posible dar un paso atrás y recomponer (no satisfacer) la comunión rota.

Es el camino de la sociedad, que ve más allá del juicio exterior y que es capaz de convertir sus prejuicios en acciones de caridad y de reconciliación. Los actos que hoy hacemos, incluso por quienes nos han hecho mal, nos hacen un poco mejores hombres, pero también, los hacen a ellos mejores personas. Ese es el objetivo de la justicia cuando se encuentra con el valor de la persona humana.

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