José Manuel Rodríguez Canales
Teólogo
Escribo motivado por un artículo de Mariana de Althaus que ha causado cierto revuelo. No creo que se pueda argumentar contra cada una de sus afirmaciones por la simple razón de que la mayoría no son argumentos, sino eso, afirmaciones bastante apasionadas de sus propios juicios de valor y su posición personal ante la vida.
Me detendré en lo que me parece que es el principal problema en su comprensión de Cristo y de la Iglesia: la pretensión de separarlos. Creo no distorsionar lo que dice la señorita De Althaus, pero por si acaso y solo como botón de muestra transcribo esta afirmación suya: «No conozco espíritu más anticristiano que el de la Iglesia».
La idea de que Jesucristo fue un buen tipo que después de muerto fue consciente o inconscientemente traicionado por sus discípulos que usaron su predicación para construir una fundación humana corrupta, romana, helénica o simplemente mundana llamada Iglesia no es para nada nueva. La versión circula más o menos desde que se murió el último apóstol, como lo atestigua el mismísimo Evangelio: «Robarán el cuerpo y dirán que ha resucitado».
Si esta idea es verdad, tiene toda la razón la señorita De Althaus (y muchos otros) en querer combatir a la Iglesia. En lo que se equivoca es en tratar de reivindicar a Cristo para hacerlo, ya que la única noticia (o por lo menos la más relevante históricamente) que tenemos sobre Él nos ha llegado por esa Iglesia tan odiosa.
Sería muy curioso que una institución tan perversa, dedicada a mentir e inventar versiones que le convienen para seguir subsistiendo, como el monstruo de sombras de Stranger Things, mienta en todo y sí nos diga la verdad sobre Jesucristo.
Sería muy extraño que nos haya enseñado una verdad tan sublime para engañarnos. Creo que debería ser consecuente la señorita De Althaus y odiar a Cristo y a la Iglesia como hacen algunos amigos ateos que conozco. O decir que Cristo es una especie de amigo imaginario con el que esta perversa institución engaña a los hombres cuyo entendimiento no ha madurado, lo que haría aún más odioso al personaje llamado Jesucristo.
Otra posibilidad es que exista una Iglesia más pura debajo de esta cosa corrupta y sucia llamada Iglesia católica, que farisaicamente habla de Jesucristo pero no hace nada de lo que Él dice. Es muy probable que sea así (como dice la parábola del trigo y la cizaña), el problema es encontrar al valiente que lo haga antes de tiempo.
Ya Lutero lo intentó y, más allá de la buena onda que hay con él en estos días, vimos cómo acabó: no muy bien, digo, para no ser conflictivo ni hacer juicios sobre cosas que no conozco. Me remito a Trento. Y, para ser honestos, debemos reconocer las inmensas y permanentes obras de la Iglesia católica para los más necesitados a lo largo de la historia, el enorme caudal de cultura, ciencia y belleza que hoy es patrimonio de la humanidad.
Ojo: es esa mismísima Iglesia católica debajo de la cual suponemos otra más pura. La tercera posibilidad es la que los católicos tenemos por verdadera: que la Iglesia es Santa por su Fundador y el Espíritu Santo, que la ilumina desde dentro, y pecadora porque está hecha por Jesucristo con el material que somos nosotros, los bautizados. Él nos escogió, no fue al revés; nosotros probablemente hubiéramos escogido a Barrabás o a Judas (y de hecho no pocas veces lo hacemos).
Ni la Iglesia ni el Papa son dignos de fe en sentido estricto. Solo Dios lo es. El problema es que Él decidió asociarnos con Él y entre nosotros en esta institución llamada Iglesia católica. Y, nos guste o no, estableció un garante humano, un pobre hombre como Pedro para que sea el referente de la unidad, el encargado de mantener incólume el depósito de la fe, es decir, la doctrina, la profesión, el símbolo que contiene la verdad sobre Jesucristo. A él, Jesucristo le encargó este ministerio; sin él no hay aguja que señale al norte para el católico.
Pero tengamos en cuenta que nada hay en este encargo que libere al Papa de sus fragilidades humanas, solo existe la garantía de que Él no lo dejará caer a él y que las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella.
Por lo demás, es parte de la naturaleza de la Iglesia, cosa atestiguada desde san Pablo, autorreformarse cuando se deforma demasiado o pierde el norte. Su historia está plagada de ejemplos en los que se ve cómo la más oscura corrupción es combatida por el valor de los santos, algunos de ellos parientes de los más grandes corruptos.
La salvación cristiana es una realidad histórica, no una ideología soñadora que pretende la absoluta pureza o perfección en esta tierra; cuando se convierte en eso, termina siempre en una traición, una desilusión y un escándalo.
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