José Manuel Rodríguez
Docente de Humanidades de la Universidad Católica San Pablo
La historia se inserta en el género que podríamos llamar ‘juegos psicópatas’. Desde antes de la Roma Imperial, ha existido ese tipo de batallas escénicas para divertir a un grupo de espectadores con fuertes rasgos psicopáticos, que goza viendo cómo un grupo de sus semejantes se matan sacando lo peor de sí, mientras ellos disfrutan de otros placeres en sus asientos.
Tenemos evidencia de estas cosas entre los aztecas, los chavines, los mochicas y muchos otros pueblos originarios, cuyas sanguinarias manías, son hoy convenientemente ignoradas por los románticos que quieren hacernos creer que caímos de un paraíso prehispánico.
Antecedentes audiovisuales más inmediatos, son los Juegos del hambre y como referencia más asociada a lo sanguinario, esa interminable saga en la que una especie de payaso en un triciclo dice “que comience el juego” o todas esas películas donde un grupo secreto de millonarios poderosísimos, compra personas por Internet para gozar matándolas usualmente en algún país del este de Europa.
Gente loca y sanguinaria hubo siempre. Dale poder y tendrás como resultado la perversa, estéril y profundamente aburrida pretensión de convertir a los demás en juguete de sus bajas pasiones, porque ya no alcanza con tener solo esclavos: ahora se trata de jugar con sus vidas y gozar con ello. Es la quintaesencia del abuso. La otra cara de la moneda es que el poder en sí mismo, es la droga que convierte rápidamente a un ser humano normal en un monstruo.
La serie tiene un fuerte sabor a provincia occidental. No conozco Corea, pero el infantilismo de la historia, las actuaciones sobreactuadas, los gestos casi teatrales, recuerdan mucho los intentos de imitar a Occidente, vistos en los países capitalistas de Oriente.
La suma de adelantos tecnológicos, prosperidad económica y el vacío cultural de fondo, producen este tipo de manifestaciones artísticas en las que nada parece auténtico y todo se ve artificial. Tengo la impresión de que en eso radica la genialidad de la serie: lo han hecho adrede; es decir, se trata de una parábola cargada de autocrítica. En eso se parece mucho a la sobrecogedora Parásitos.
Vista desde la teología, no escapan a la consideración una serie de símbolos muy sugerentes y concatenados: un cerdo lleno de dinero que baja del cielo exigiendo la vida de los jugadores; un grupo de soldados anónimos que ejecutan órdenes criminales sin pensar; una serie de juegos infantiles diseñados para seleccionar a los mejores; un baile de máscaras que expresa una jerarquía inversa; la absoluta falta de referencia a nada valioso, nada trascendente, nada espiritual, nada que no sea lo que el dinero puede comprar o prometer; la frustración que la acumulación de dinero y poder genera; el abismal aburrimiento que está en la raíz y en la cima de esta actividad brutal. En síntesis: una bastante completa descripción del infierno.
En ese sentido, El juego del calamar, puede leerse con el mismo fruto que se obtiene de meditar sobre el infierno: el rechazo al desamor que es en realidad una decidida afirmación de la necesidad del amor.
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